Se conocieron en los confines de sus respectivos mundos. Les habían ordenado que nunca se adentraran en los límites, pero ellos desoyeron las advertencias pues eran muy jóvenes y alocados. Él la vio por primera vez a través de un espacio diáfano, alimentado por una extraña luz energética. Era hermosa, de tez trigueña, cabellos ondeados y sus alas resplandecían a través de la línea divisoria. A ella también le gustaba él, se le notaba en sus continuas sonrisas; no le importaba que aquel mancebo tuviese la piel rojiza, cuernos y un rabo grueso y enorme. Cada vez que se miraban se elevaban por los aires e intentaban alcanzarse. Permanecieron mucho tiempo observándose, meses, años; no podían escuchar las palabras del otro, pero desarrollaron un lenguaje que era solo suyo, que les animaba a soñar con el día en que pudieran tocarse y amarse. Con el tiempo él comenzó a sentir un fuerte calor royéndole las entrañas. Ella empezó a sentir frío, el cual se apoderaba de su delicado corazón. Habían nacido en tierras diferentes, aunque tenían la certeza de que les unía una vida anterior, compartida en un sitio aún más siniestro que aquellos de los cuales provenían. La energía que rodeaba el poderoso muro que separaba sus cuerpos les mantenía vivos. Al mismo tiempo, esta barrera les impedía concretar su felicidad. Cierto día, cuando estaban a punto de estallar y fenecer de pena debido a su cruel destino, hubo un cataclismo y en la pared surgieron algunos pliegues.
Pudieron tomarse de la mano. Y sucedió lo impensable, algo que no había ocurrido jamás en la Historia del Tiempo: el calor del macho se atenuó gracias al frío de la hembra, y ella sintió la calidez de su consorte, lo cual la vivificó. La fuerza de arrastre los atrapó a ambos y los condujo a un lugar impensado, más allá de los límites de dicha realidad. Pensaron que morirían; mas estaban juntos, eso les reconfortó.
Despertaron, desnudos y lacerados, sobre un suelo gélido y duro. Sus cuerpos habían cambiado. Miraron alrededor, tomados de la mano, y comprendieron qué había sucedido.
Llorando, se abrazaron y se besaron; se cubrieron con lo que pudieron e iniciaron su incierto viaje por el mundo más peligroso de todo el universo: el de los seres humanos.
Carlos Enrique Saldivar (Perú)
Publicado en la revista digital Minatura 124
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