A ella no la habían preparado para verse sumergida en un océano de
tempestades.
Ella era alegre, confiada, su risa sonaba a cascabel y todo lo que le rodeaba
le parecía música de violines. Era feliz porque le sobraba corazón para repartir, lo
tenía dividido en pedacitos como caramelos preparados para endulzar a quien lo
necesitaba. Estaba hecha para dar amor y de esa manera se sentía feliz, no
necesitaba más.
Así transcurría su vida, regalando caramelos, siempre repartiendo pedacitos
de si misma con las manos abiertas llenas de flores para los suyos.
Hasta que un día en su corazón se produjo una gran eclosión de lluvia en
palabras, un maremoto devastador se lo arranco de cuajo. Desde entonces lo anda
buscando desesperada por los caminos de la nada perdida en el invisible perfume
del lamento.
A diario sale a la calle, envuelve su cuello en una bufanda para que no se
escuchen los alaridos internos. Solo ve rostros invisibles, flores inmóviles, una
cuidad rodeada de llanto. Pero ella no se amedrenta, sigue buscando a pesar de que
los caramelos ahora están llenos de indiferencia.
Algunos días baja a la playa, se acerca a la orilla con la esperanza de
encontrar aunque solo sea un pedacito de aquel ilusionado corazón, tiene la
confianza oculta, espera que el mar en un alarde de generosidad se lo devuelva.
Impaciente remueve las arenas pero no hay nada, solo conchas, caracolas y
pequeños restos de un naufragio. Los días pasan y no aparece, se lo engulleron los
tiburones. Cansada regresa a su casa con el bolso cargado de decepción. Queda un
momento reflexionando y decide instalar una piedra en el hueco donde estaba el
corazón. Se resigna, ya no le queda más que guarecerse en su cueva a esperar
paciente ver la última luz.
Maria Jesús Álvarez Huerta -Gijón (Asturias)-
Publicado en la revista Aldaba 13
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