En el salón de mi casa disfrutaba de una tranquilidad sólo comparable a la paz que emerge de una pintura de Monet. Una armonía de millones de estrellas durmiendo sobre el fondo azul del abismo. Un leve murmullo arreciaba desde afuera, como si alguien quisiera entrar en la casa. Todo estaba cerrado así que no sentí miedo alguno. Aun así me levanté y me cercioré de que la ventana no estuviese abierta. Soplaba desde afuera con intención de invadir mi reducto. Viento, pensé, es viento y pronto se calmará. Me engañaba para eludir la realidad: podría ser el viento pero todo el mundo conoce el sonido del viento y eso, la verdad, viento no era. Otra cosa pero no viento. El cristal de la ventana comenzó a temblar y a crujir. Con suavidad primero y después, poco a poco, con más insistencia. Estuve a punto de levantarme movido por la inquietud pero aminoró y me tranquilicé. Abrí el libro por la página que estaba leyendo. Sumido en la lectura de Roth conseguía evadirme de la realidad. De repente comenzó. Primero una sutil vibración como un lejano silbido o anunciación de terremoto leve. Y luego cada vez más y más fuerte. Me inquieté, me levanté y corrí hacia la ventana. El marco se estremecía con violencia y no supe que hacer. Inmóvil como una estatua asustada la miré unos segundos; reaccioné, la abrí preso de una injustificada fobia y entró.
Era un grito. Un grito de niño o de niña, infantilmente tierno y agudo y salvaje y huidizo y feroz y penetrante. La habitación se inundó de grito, el silencio y la quietud se esfumaron por la puerta de atrás. La presencia del alarido se filtraba por todos los poros de mi piel, a través de mis oídos y llegaba a mi cerebro con intención de alojarse para siempre. Como un huésped inesperado en una tarde de otoño. Era ensordecedor y casi no lo podía resistir. A los poco minutos acalló. El grito, creo, se ahogó por sí solo, detuvo su martilleo de repente. Pero su presencia persistía. Como un fantasma sonoro y sutil.
Aún dudo si fue tal y como lo recuerdo, aunque tengo mis sospechas de que el furtivo grito continúa aquí entre los libros; o lo que es más seguro: entre los discos, sí, seguro, entre los discos de jazz. Desde entonces no los escucho de forma física y tangible. Ni me atrevo a encender el tocadiscos. Ni siquiera tengo el valor suficiente de encender el televisor ni ningún otro aparato que provoque ruido. Cuando me levanto intento no hacer el más mínimo sonido. Un miedo atávico me anula y me impide llevar una vida normal. Sólo silencio.
No invito a nadie a casa y procuro no hacer el más mínimo ruido. Me he vuelto sigiloso como un espía de las tinieblas.
Escucho, muchas noches, murmullos que provienen de la calle, alaridos de fantasmas que se cruzan por mi vida. Pero intento no relacionarme con ningún sonido. Evito los ruidos. No sea que el Grito despierte y…se está tan tranquilo así, en silencio, en paz, sin gritos ni alaridos de niños desconocidos.
Pedro Pujante Hernández
Publicado en la revista Arena y Cal 199
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