Odilia Bueno era una joven mujer quien andaba en sus veinte años. Desde cuando tenía quince, se había enamorado de un mancebo de su villa; se había prendado de sus ojos azules, de sus cabellos de oro, de su cuerpo apolíneo que anunciaba un carácter viril y alegre. Él se había enamorado de la femineidad que hacía derroche en ella y que se solazaba en su cuerpo cimbreño, trigueño, de andar voluptuoso; de su boca que semejaba una rosa apenas entreabierta como una perenne invitación al beso; de la noche que anidaba en sus cabellos sedosos; de sus ojazos negros en cuyas pupilas jugaba una risa sensual…
Eran una pareja sencilla, y sencillamente enamorados del amor y de la vida pujante que anidaba en ellos; creían que el cielo era ese pequeño terruño que los circundaba. Su único anhelo era llegar a casarse algún día cuando él, Ernesto Lasprilla, realizara un lote de ganado que estaba levantando en su pequeña finca La Esperanza, en Miravalles, localidad cercana a Los Almendros en el Valle de Aguaclara allá en Colombia.
No me beses más le dijo un día ella, jacarandosa, gozando en la ansiedad de él.
¿Por qué no, si eres mi novia? le adujo él en un ademán posesivo—. Si eres mi amor, cómo no disfrutar de ese privilegio?
Recuerda que mi madre no te acepta le aclaró ella con un dejo de pesadumbre en su voz doliente. ¿Cómo piensas que podremos vencer su rechazo hacia ti?
Entonces él, con la seguridad que su amor le daba, le contestó tajante:
—Lo que tu madre desea es casarte con Joaquín el hijo del alcalde; ese mulato prieto lleno de dinero, que sólo quiere disfrutarte porque eres su capricho y nada más. Porque él no te quiere como yo. Cuando llegue la próxima feria y yo logre vender mis reses, iremos a Cartago y allí nos casaremos de improviso sin avisarle a nadie, y menos a tu madre.
Margarita Ponce la madre de Odilia, era una mujer trigueña y fuerte, dominante, que frisaba en la cincuentena; encerrada en un dolor rabioso por la muerte de Aníbal Bueno su esposo a quien degollaron salvajemente en una noche de farra (en la cantina de la esquina de su casa, por una riña de “gallos arreglados”), en vísperas de la fiesta de La Inmaculada, cuando como es costumbre, se ponen velas encendidas en las aceras de las casas del poblado.
Esa noche era el aniversario de la muerte de Anibal, y Joaquín Rendón, el otro pretendiente de Odilia, creyó muy propicia la ocasión para acercarse a Margarita y halagarla, quizás haciéndole buenas remembranzas de su esposo fallecido:
Buenas noches, Doña Margarita le dijo en tono de fingida cortesía.
Buenas noches, Don Joaquín le contestó ella en tono de respeto y admiración, pues le parecía el mejor partido para la hija renuente que no quería ver en él, al futuro esposo que le daría orgullo entre las amistades de su círculo.
Bella noche, eh? continuó él ¿Donde está Odilita?
No debe andar muy lejos le dijo ella mimosa. Debe andar por allí con sus amigas viendo el alumbrado. Usted sabe que esta noche todo el mundo hace su derroche de velas.
Mas sólo ella sabía la verdad: su Odilita andaba entrevistándose con Ernesto, el amor que parecía tenerla enajenada…
Y esa noche como tantas otras, Joaquín bien lo sabía que la madre encubría a la ingrata. Pero él sabría esperar, y pensaba socarrón, que el que ríe último ríe mejor… Además como carta de triunfo, sabía que ellas no andaban muy bien de dinero después de la muerte del padre, pues ya habían agotado los recursos que él dejara en un temprano testamento que había hecho como si presintiera su muerte. Joaquín intuía en su mente ladina y astuta, que en su afán por salir de apuros económicos Margarita haría lo imposible por disuadir a su hija de sus relaciones con “ese pelagatos” de Ernesto Lasprilla, como ella a sus espaldas lo llamaba.
No importa Doña Margarita, yo podré volver mañana le contestó fingiendo comprensiva paciencia, cuando lo que realmente sentía era rabia, una rabia sorda y profunda que no lo dejaba vivir en paz.
En aquellos precisos momentos, los enamorados andaban lejos de la celebración pueblerina; habían ido subiendo abrazados por la Calle Real (como se le llamaba a la calle principal) llegando casi a las afueras hasta el cementerio de San Pedro. Allí en un recodo del camino habían detenido su caminata dando rienda suelta a los besos y a su pasión desenfrenada. Esa noche estrellada fue testigo de la entrega enardecida y anhelante de Odilia, cuando olvidó los límites de su educación; todos los preceptos morales que su madre le había inculcado, y las palabras que a menudo le repetía sentenciosa: “La mujer que se entrega a un hombre antes de ir al altar, no vale nada”.
Y fue así como cuando ella reaccionó, era ya tarde; tarde en la noche, y tarde en su vida futura. Ya no podía volver atrás; su suerte estaba echada. Al ir bajando de regreso por las calles ya solitarias, Odilia había observado que no había más alumbrados, que la luz de las velas se había extinguido; apenas unos pocos cabos parpadeaban agonizantes. Comprendió la magnitud de su error, y aunque recordaba con certeza las promesas de su amado Ernesto, algo en sus adentros, le hablaba de inseguridad, desengaños y desilusiones.
Cuando regresó a su casa, Margarita la esperaba en el portal, consternada y expectante, en un afán que le gritaba dentro de su corazón de madre que su hija había sido deshonrada. Ernesto la saludó, mas ella en un estado de furia incontenible y desencanto, guardó silencio. Odilia entonces, avergonzada, penetró en su casa, cabizbaja y silenciosa dejando que su madre se desahogara desbordándose en quejas y reproches.
¿Dónde estabas? le preguntó su madre ¿Por qué has tardado tanto? No me digas que estabas en la capilla rezando pues hace muchas horas que el rezo se acabó y cerraron la iglesia .
Odilia estaba verdaderamente arrepentida y comprendía que su madre tenía razón de encontrarse tan airada. Por eso guardó, silencio; un silencio lleno de vergüenza…
Por esos días precisamente, había sido promulgado el edicto sobre el servicio militar obligatorio que los jóvenes debían prestar al ejército de su patria; y allí precisamente en las listas expuestas al público, aparecía el nombre: Ernesto Lasprilla, el que ella leyó con aprensión, con ojos desorbitados, y con un extraño presentimiento de derrota y pérdida.
Varios días después, y aún sintiéndose aturdida por el acontecimiento que marca la vida de una mujer, salió a buscar al hombre de su vida; fue en compañía de Marina Ceballos (su amiga y confidente), hasta la finca La Esperanza de Miravalles. Con el fin de estar de regreso a una hora aún conveniente, salió muy temprano, al despuntar el alba .
Ernesto la recibió amoroso, pero ella quien tenía una marcada intuición femenina, notó un tono de tranquilo reposo en su voz, y no ese afán desesperado y anhelante con el que siempre la esperaba y la recibía.
¿Qué piensas hacer con este problema que ahora nos va a separar? le preguntó ella con ansiedad.
Nada se apresuró él a contestarle, ¿qué puedo hacer, pues? Presentarme al servicio de mi patria, como todo un hombre.
—¿Y yo qué? ¿Me quedaré sola hasta que vuelvas? le inquirió ella demandante.
¿Por qué no? Es sólo un año de servicio militar. Después nos casaremos —le adujo enfático. Ella abismada, guardó silencio…
Y Ernesto Lasprilla se presentó al examen militar de rigor que precede al reclutamiento de soldados. Como se encontraba en óptimas condiciones físicas para prestar el servicio, fue seleccionado de inmediato sin dilaciones.
Una semana después partía para la ciudad de Buga (en donde estaban las instalaciones de los cuarteles), dejando a Odilia en la más profunda soledad y en la más honda desolación, y con un presentimiento de maternidad en sus entrañas. Había conocido el amor más sublime pese a lo que fuera, pero ese amor de su Ernesto parecía huir de ella. Ahora cuando más necesitaba de su calor, la abandonaba. ¡Entonces tuvo la doliente certeza de que el amor tenía su otra cara: el dolor…!
En un principio las cartas llegaban casi a diario; luego a medida que el tiempo corría fueron espaciándose, y por último, hubo un silencio impenetrable. En vano ella escribió e insistió hasta por intermedio de Álvaro Peralta (el mutuo amigo de ellos), para inquirir por el motivo del silencio de su amado. Mas aquél, que había vivido siempre enamorado de ella con la secreta esperanza de que algún día sería el elegido, en forma muy noble y diplomática para que no sufriera, le daba razones en defensa de su amigo, razones que a ella no la convencían. Una voz muy recóndita allá en las honduras de su alma, le gritaba a Odilia que el amor había huido del corazón de su amado. Esta idea sombría envolvía sus horas de soledad, y entonces, todo lo demás fue subsidiario para su interés.
En un amargo soliloquio se decía: “No quería casarse conmigo; está claro. Me le entregué y ya perdió el interés en mí. Bien dice mi madre: que la mujer que se entrega antes de recibir la bendición del sacerdote, ya no vale nada; ya no vale que el hombre la lleve al altar, porque éste pensará que fue voluble y fácil y que así mismo se comportará en el futuro faltándole al respeto de esposo.”
Por aquellos días, presintiendo la situación anímica por la que estaba atravesando la tan esquiva Odilia, Joaquín Rendón comenzó a asediarla muy habilidosamente, y ella en un arrebato de tristeza, soledad, desengaño y desconsuelo, lo aceptó por primera vez. Para este hombre, el conquistarla era cuestión de capricho, pues intuía que ya ella había entregado sus primicias virginales a su detestado rival.
Las visitas del nuevo pretendiente se sucedieron cada vez con más frecuencia, hasta un buen día cuando el hombre conocedor de que la situación pecuniaria de Odilia y su madre era bastante crítica, muy sagazmente, consideró conveniente asestar el golpe de gracia. Así pues muy socarrón pretendiendo maneras de caballero, avanzó airoso con su estudiado plan.
Lo ve Doña Margarita? le dijo a la compungida madre en tono de generosa compasión. Ustedes pasan trabajos porque quieren, pues si Odilita y yo nos casamos, las dos podrán vivir holgadamente.
Usted sabe tornó a decir en tono de humilde ostentación, que yo tengo mis centavos. Yo sólo espero que ella me dé “el sí” y entonces podremos hablar con el Señor Cura para el casamiento; mas primero debemos acordar la fecha. Entonces Margarita en un destello de felicidad y con la esperanza de una vida mejor, llamó a su hija.
Ves, Odilita? Este hombre te quiere de verdad le dijo eufórica; no como ese otro pelagatos que se largó para el ejército y no volvió ni a acordarse de ti. ¿ Por qué no lo olvidas ya y te casas con Joaquincito? ¡Este hombre sí que te quiere de veras! Pueden acordar la fecha ahora mismo. Así podrán casarse lo más pronto posible.
Y ella, Odilia Bueno, la corola recién abierta, con el alma aún prendida en el alma de Ernesto Lasprilla el hombre que libó por vez primera en el cáliz inviolado de su vida, confrontó la propuesta como una alternativa a su crítica situación.
Nos casaremos el día de mi cumpleaños, en febrero once le dijo con aire de reina desdeñosa.
Él entonces, sin siquiera pensarlo dos veces y sintiéndose triunfador, después de besar la mano de su ahora ya prometida, salió presuroso. Fue donde el sacerdote del pueblo e hizo arreglos para su próximo matrimonio, el que tanto deseaba; no porque se sintiera verdaderamente enamorado de la joven, sino porque ella era la hembra más codiciada de todo el pueblo por su femineidad; por su talante garboso; por su dulzura; por su donaire de diosa; por su boca de flor inviolada; por sus ojos adormilados y profundos velados por negras pestañas, que sabían hablar con una elocuencia flirteante; pero sobretodo, porque le ganaría la partida a su odiado rival, ese rubio a quien tanto odiaba, por eso precisamente: por ser muy rubio y de gallarda presencia, dotes que él no poseía, y sobretodo... porque finalmente domeñaría a aquella hembra bravía que con sus desdenes le quitaba el aliento.
Llegó pues el día de la boda tras de algunas semanas de espera, semanas durante las cuales él había hecho derroche de atención para con la madre y para con su hija: flores, pasteles, chocolates, y joyas eran enviadas frecuentemente a casa de la novia quien con cierto desgano alistaba el ajuar a sabiendas de que su amor estaba en otro sitio guardando un silencio quizás deliberado.
En medio de gran pompa extravagante y sin refinamiento, se celebró la boda tras de la cual, Joaquín se trasladó con su mujer a la ciudad de Cartago para pasar allí una semana de luna de miel. Como era la costumbre, fueron al mejor hotel. Ella se sentía violada al entregarse a un hombre a quien no amaba, y sentía repulsión cuando éste recorría con caricias lúbricas sus valles y colinas. No brilló ni siquiera una mirada de entusiasmo en aquellos momentos íntimos, y un frío silencio circundaba como en un forzoso ritual aquellos instantes que de haber sido compartidos con su Ernesto, hubiesen sido desbordantes de dicha y de placer. Joaquín se dio cuenta de ello, y esto generó en su ánimo un substrato perenne de amargura, recelo y derrota, guardando desde entonces el callado rencor que llevó consigo a través de los días de convivencia con aquella mujer a la que no lograba desbravar aunque invadiera sus físicos valles y su femenina geografía.
Pronto Odilia comenzó a dar muestras de un “embarazo precoz”; todo el pueblo empezó a murmurar, y socarronamente se corrió la vox pópuli de que Joaquín había “ensuciado el agua antes de tomarla”, como era el decir por aquel entonces.
Ella guardaba un silencio de estupor, pues como mujer sabía muy bien a quién pertenecía ese fruto de sus entrañas. Entonces no se quejaba ante Joaquín, de las comunes dolencias inherentes a su estado. Pero sí notaba que él se mostraba frío e indiferente con ella, y que no mencionaba para nada su futura paternidad, ni hacía -como otros padres en potencia-, planes para el futuro en donde incluyera a su hijo. Sólo entonces, ella comprendió la gravedad de su situación.
Así pasaban los meses, hasta cuando en una noche en que la luz argentada de la luna bañaba los campos, sintió los primeros síntomas de su alumbramiento, mas sabiendo que no tenía todos los derechos de una esposa honesta, soportó estoicamente todos los dolores hasta casi el último momento en un silencio cerrado, hasta cuando no pudo más y le dijo a su marido entre los estertores del dolor más insoportable en una súplica angustiosa, que fuera a llamar a la comadrona que la estaba supervisando. Así fue como al llegar esta, ya Odilia había dado a luz casi sola, soportando todos los más grandes dolores de madre primeriza y pensando ingenuamente qué pasaría si no pudiera dar a luz normalmente a su primogénito y este se malograra…
Cuando la comadrona puso al recién nacido en brazos de Joaquín Rendón el marido expectante -quien permanecía fuera de la alcoba-, notó inmediatamente que él, a diferencia de la mayor parte de los padres, no se puso feliz:
—Préstame acá a ese huele feo —le dijo sin ternura y con rencor—, y la buena mujer, la comadrona -ajena por completo a toda la dramática verdad-, echándose la bendición refunfuñó abismada: “¡Santo Dios! Este hombre no quiere ni a su propio hijo; éste hombre tiene el diablo adentro.” Acto seguido regresó a la habitación para acabar de atender a la joven madre que se debatía entre las entretelas desconcertantes de su amor frustrado, su amor de madre, y una especie de asco y tolerancia por el hombre que prácticamente la había comprado.
“Rubio y muy blanco es el carricito este”, se dijo Joaquín, y pensó con rencor lo que dirían sus compadres y conocidos cuando vieran al niño de la piel de nieve y el cabello de oro.
A las pocas semanas cuando Joaquín pudo corroborar que los ojos del niño eran de un intenso azul, no guardó ni la más remota duda de que no era su hijo, y asoció este convencimiento con su rival, el hombre a quien tanto odiaba… Entonces decidió que lo criaría como si fuese propio, para así castigar también a la mujer que aunque compartiese su lecho, tampoco era suya…
Meses más tarde, Ernesto Lasprilla regresó del ejército. Tan pronto como se encontró de nuevo en el pueblo, lo primero que hizo fue tratar de comunicarse con su amada Odilia y cuál no sería su desconcierto cuando supo que ella se había casado, y precisamente… con Joaquín Rendón. “No, no es posible”, se decía sin poder salir de su estupor: ¿ Dónde estaba todo ese amor que ella me juraba? ¿Cómo pudo olvidar nuestros besos, nuestras caricias, su apasionada entrega? Galopó por las praderas de su corazón dolido el corcel desbocado de su coraje y pensó sórdidamente en arrancarle su hembra a aquel morboso hombre que se la había arrebatado con una puñalada trapera en una situación infausta.
Fue entonces cuando buscó la ayuda de Marina Ceballos la amiga de los dos, y le envió con ésta una pequeña esquela en donde la citaba en el lugar de siempre, o sea en el cementerio del pueblo llegando por la calle principal.
Un vuelco le dio el corazón a Odilia cuando leyó el mensaje y no dudó que comparecería ante él, no sólo porque aún lo adoraba, sino también porque se ahogaba en la ansiedad de saber el motivo por el cual la había olvidado, como ella creía… Entonces le comunicó su decisión a Marina, como también su anhelo de que Ernesto pudiera conocer a su hijo…
Fue así como Odilia acudió a la cita después de despojarse del delantal, tras de servir la comida a su marido y de atender al niño. Mas ella ignoraba que Joaquín la seguía hasta en los más mínimos detalles de su vida -ahora convulsionada-, registrando su ropa y sus cosas, y tratando con celos desesperados hasta de adivinar sus pensamientos…
Aquella noche era de luna llena. Bajo los rumores de la noche plateada se escuchaba el susurro metálico del viento entre los sauces del camposanto. Ella llegó al sitio convenido donde ya Ernesto la esperaba jadeante, anhelante y desesperado… Una brisa tibia acariciaba su rostro de mujer fresca -ahora embellecida por la maternidad- , y jugaba entre sus endrinos cabellos sedosos que llevaba sueltos. Toda ella era un misterio y su silueta parecía la de una diosa en la claridad lunar. Todas las palabras de los amantes se ahogaron en un abrazo y en un beso llenos de pasión desesperada. Vinieron entonces los reclamos: ella le reprochó doliente su silencio; él amargado, le reprochó su matrimonio y el no haber tenido fe para esperarlo, y le explicó que intempestivamente lo habían destacado a la selva en un batallón de artillería para hacer un rastreo de insurgentes, razón por la cual nunca más pudo lograr que sus cartas llegaran, y cuando esto finalmente ocurrió, no comprendió por qué motivo no recibió respuesta alguna. Los dos ignoraban que Margarita se había encargado de interceptarlas primero porque deseaba apartar a su hija de él, y luego porque al ser Odilia una mujer casada, su madre no deseaba que se fuera a romper su matrimonio y quizás tras de esto llegara a unirse a ese “pelagatos” como ella lo llamaba con desprecio por no tener una situación económica holgada.
Ella, Margarita Ponce, la viuda de Bueno, guardaba las cartas de ese soldado triste cuyo remite decía: Ernesto Lasprilla. Batallón de Artillería. Palacé, Número 3. Oruga, Valle de Aguaclara.
Odilia le explicó entonces entre ardientes lágrimas que tras del silencio tan cerrado e impenetrable de él, y tras de una dura racha económica de triste continuidad sin esperanza alguna de rehabilitación, ella aupada por el despecho, había resuelto complacer a su madre casándose con aquel hombre a quien detestaba allá muy adentro de las grietas de su alma herida. Tras de escuchar sus mutuas quejas y especialmente los sinsabores y pesadumbres de la vida de su amada, quedaron de reunirse nuevamente a fin de acordar el plan que llevarían a cabo para finalmente, vivir juntos. Pero cuál no sería su sorpresa cuando vieron llegar a su amiga Marina con Albertico, aquel hijo del amor y la pasión de los dos. Inmediatamente Ernesto se identificó con los rasgos físicos de aquella criatura: sus ojitos azules, sus cabellos rubios, el lunar en su mentón… Ante su estupor, ella le confesó que este niño era realmente su hijito. Él, delirante de amor y de felicidad, lo tomó en sus brazos y en un grito ahogado le dijo: ¡Hijo de mi alma!
El niño (como es natural al no conocerlo), le miraba estático y receloso y le esquivaba sus brazos. Ernesto y Odilia se abrazaron delirantes en un loco y desbordante frenesí, ajenos por completo a la tragedia que se avecinaba dentro de contados instantes.
Joaquín, quien como se ha dicho, seguía desde hacía mucho tiempo los pasos de su mujer, había registrado el delantal de ésta, tras de la intempestiva visita de su amiga Marina Ceballos de quien desconfiaba por saberla amiga también de su rival Ernesto. Una voz misteriosa le previno de algo que marcaría su destino. Efectivamente, allí en el bolsillo del delantal descubrió anhelante, desencantado y enfurecido, la esquelita que Ernesto le enviara a Odilia. Odilia la traidora a la que nunca había logrado hacer suya aunque hubiera invadido sus trigales de mujer…
Un viento borrascoso cabalgó por su alma atormentada y se desbordó en su estrujado corazón y en su hombría herida; y ciego de rabia y de celos buscó el puñal homicida dispuesto a hacerse justicia y a hacer respetar sus derechos de esposo. Al llegar al sitio preciso, lo cual supo por el contenido de la infausta misiva, aún dentro de su coraje enardecido tuvo la paciencia de esperar un poco más y escuchar algo de la conversación de los amantes; aunque ya todo era inútil: toda su intuición le mostraba la deplorable traición. Así agazapado como una fiera montaraz en celo, esperó tras de una tumba.
Estando allí fue cuando vio llegar a Marina Ceballos con Albertico el hijo bastardo que le quemaba las entrañas por no llevar su sangre; que no era el ansiado hijo de su amor sino de la pasión y del amor de “los culpables”.
Jadeante, con el corazón acorralado en su pecho, rabioso y ansioso cual un león enjaulado, aún se contuvo para esperar un poco más. Pero cuando llegó al punto en que Ernesto reconocía al niño, cuando vinieron las palabras emocionadas del verdadero padre: “¡Hijo de mi alma!”, y cuando vinieron los abrazos y los besos, ya no pudo más. Obnubilado por la rabia y por el rencor y en un feral arrebato de ira sacó el arma asesina y sorpresivamente se abalanzó sobre los amantes, enloquecido por el odio y por el despecho. Hundió el puñal con saña y con ferocidad una y otra vez con cebicia en el corazón de su mujer y del amante osado que había ensuciado su honor y pisoteado su dignidad varonil; y que a pesar de haber disfrutado de las primicias de virginidad de aquella hembra por todos codiciada, aún persistía en la ofensa.
Con el puñal homicida destilando sangre y dejando allí entre las tumbas un cuadro dantesco, salió del camposanto gritando enardecido: “¡Malditos! ¡Allí los dejo de una vez entre los muertos!”
Luego, con los ojos flamígeros y desorbitados por la desesperación y la rabia, agitado y tembloroso llegó a la Inspección de Policía Municipal y se confesó culpable diciendo: “Los he matado, Señor Inspector: sí, los he matado por malparidos. Pero no podía más con la humillación; me estaban poniendo los cuernos; yo había hecho de cuclillo y todavía seguían ofendiéndome. ¡Castígueme Señor!
Leonora Acuña de Marmolejo
* Cuento premiado en concurso de la Sociedad Cultural Santa Cecilia, Miami, 1997