Paseaba despacio, inhalaba el aire y disfrutaba con ese olor tan especial de finales de la primavera, que era una mezcla del aroma de los tilos de la avenida por la que transitaba, plantados recientemente, y del monóxido de carbono que despedían los tubos de escape de los coches que circulaban por la calzada. Hombre urbano, estaba acostumbrado a esa peculiar y contradictoria mezcla. Comenzaba a hacer calor, un preludio evidente de la inminente llegada de un estío que, en la ciudad interior y sureña, venía acompañado de temperaturas extremas.
Su mirada no se interesaba por lo que encontraba en su recorrido; personas que iban con prisa, y que se esquivaban sin que los ojos se cruzaran una sola vez; el perro que tiraba de la correa por el que iba sujeto, ansioso por acercarse a uno de los raquíticos árboles que bordeaban las aceras; el taxista huraño que gritaba a otro conductor que interrumpía con su vehículo un cruce de tráfico… El tiempo a su alrededor se había detenido. Luis, pensativo y ensimismado, se dejaba llevar hacia el hospital local por sus pies, convertidos en su mente. Había instalado un etéreo chip en su cabeza y su cuerpo lo transportaba mecánicamente entre los transeúntes inquietos y apresurados, le hacía cruzar los pasos cebras y los brillantes y parpadeantes semáforos. Atravesaba plazas y calles, giraba en las esquinas reconocidas, se detenía cuando los coches estaban demasiado cerca, y aceleraba para recobrar un tiempo irrecuperable, como bien dijo alguna vez Saramago.
Sí, iba en dirección al hospital para visitar a su abuela. Pero, estrictamente hablando, no era una visita al uso porque ¿cómo se podía describir así la contemplación de una enferma terminal? Se asemejaba más, pensaba Luis, a una peregrinación o un regreso a los orígenes. El eterno retorno. Se dejaba ir, transportado por esa extraña magia que conducía su cuerpo, sin que su voluntad consciente formara parte de aquello, ni quisiera hacerse responsable de su destino. También tenía mucho que ver una de sus costumbres adquiridas: jamás se sentía cómodo viajando en los autobuses o taxis, porque si detestaba algo más que conversar con los conductores era permanecer callado en el asiento de atrás mientras miraba pasar el paisaje grávido que corría con rapidez ante sus ojos. Y los autobuses le causaban claustrofobia. Manías, se decía para justificarse, pero a las que combatía –de las que huía, realmente- con sus largos paseos, que él comparaba con el discurrir de la mente. “Caminante no hay camino…”, Machado, con un toque del propio Luis. Un aforismo conocido que usaba puntualmente para convertirlo en propio.
Su abuela vivía sus últimos días, tal vez horas. “Vivir” quizá no fuera la palabra, pero así preferían entenderlo todos, aunque pensaba que debería crearse un término para esa etapa en la que sólo se subsiste mientras se aguarda, con paciencia y cierto derrotismo, la llegada de la muerte. Los médicos habían desahuciado a la anciana unos días antes delante de algunos familiares, él incluido. Recordaba las lágrimas de su padre, hijo único, cuando recibió la noticia casi de sopetón, y cómo se había girado y apartado hasta una esquina del pasillo en penumbras, para llorar en soledad. El mismo se había sentido perdido, vacío cuando entendió el alcance de la frase del médico. “Quizá horas”.
Ya no volvería a escucharla cantar junto a la estufa las tardes de invierno, o narrar esas historias de fantasmas, nacidas en los pueblos para llenarlos de un trasunto de historia, aunque fuesen imaginarias o cargadas de elementos fantásticos. Sus hermanos menores, sin embargo, no se sentían tan mal, quizá porque no la habían tratado mucho tiempo y no podían quererla con el mismo cariño que él. Por supuesto estaban tristes, pero era un sentimiento distinto, matizado. Él perdía con su muerte gran parte de la infancia; la más interesante, la más feliz. Una lágrima afloró a su joven rostro e, inmediatamente, se pasó una mano por los ojos con un gesto de rabia por haberse dejado llevar por el dolor en mitad de la calle.
Se culpó por pensar en su abuela como si ya hubiese muerto pero, en la práctica, sabía que era así. La vida era dura y no siempre morir físicamente es dejar de vivir. Podía intentar consolarse con ese resignado pensamiento, que no paliaba su dolor pero bajaba la intensidad del mismo. Dobló una esquina y se encontró frente al hospital: era inmenso y triste, gris y repleto de ventanas por las que casi nunca asomaba un rostro. Triste como los cementerios porque, aunque allí se curaban muchos enfermos, también se moría. Y casi siempre se moría en soledad, aunque… ¿no morimos todos siempre en soledad?
Penetró en el edificio por una pequeña puerta de acceso, que casi pasaba desapercibida al estar situada en un lateral, sin visión directa desde la calle, y que sólo conocían los visitantes asiduos que iban a determinada zona del hospital. Él era uno de ellos. Notó claramente la diferencia que existía entre la entrada principal, por la que continuamente entraban y salían hombres y mujeres, en un continuo ajetreo que no cesaba hasta que cerraban la puerta, y esta otra, una antesala del purgatorio, apenas transitada. Atravesó los pasillos en penumbras, y pasó al lado de puertas entreabiertas. Se cruzó con médicos, enfermeros y personal sanitario, algún visitante que se quejaba de los servicios hospitalarios, un niño revoltoso e insensible que jugaba en mitad del pasillo sin hacer caso a sus padres, un enfermo que paseaba apoyado en dos muletas sin nadie a su lado para cuidarle… Bajó unas gastadas escaleras hasta el piso inferior –que podía haberse llamado con toda lógica sótano en cualquier otro sitio, aunque no era correcto hacerlo en este lugar- y volvió a recorrer más pasillos con puertas entornadas, aunque más tenebrosos, más silenciosos que los anteriores. Sólo, de vez en cuando, un lloro, una voz cargada de dolor que se perdía en la lejanía, o una puerta que se cerraba despacio a su espalda, empujada por alguien que, quizá, acababa de perder a un ser querido, le recordaban la presencia real y tangible de la muerte.
Mucho tiempo atrás, en el pueblo de su abuela, también había recorrido numerosos pasillos, y subido escaleras de peldaños altos y brillantes. Atravesaba corredores misteriosos en los que podía encontrarse extraños objetos en cualquier esquina, que parecía haber sido colocados allí para sorprender a su mente infantil. También descendió una vez a un inmenso y desierto sótano repleto de muebles inservibles y sillas rotas, donde la oscuridad más absoluta se extendía un poco más allá de la entrada, y en el que nunca se atrevió a inspeccionar en profundidad por miedo a esos espíritus de los que le hablaba su abuela. Pero ese lugar que recordaba de su infancia era, en su conjunto, muy distinto al hospital. Se trataba de la escuela del pueblo: un único pero enorme edificio de tres plantas y sótano que estaba situado en una colina que dominaba el pueblo, y que se encontraba apartado del casco urbano por una estrecha pero frondosa franja de vegetación y arboledas. En esa misma escuela estudiaba durante el curso lectivo y, en el verano, en plenas vacaciones, la recorría libremente, exultante de alegría porque se imaginaba las caras que pondrían el director y los adustos profesores -que por cualquier minucia castigaban al alumnado- si lo hubiesen visto romper con sus carreras y risotadas la solemnidad del lugar. Y era libre de hacerlo porque era el nieto de María, la supervisora de las mujeres de la limpieza, y la que organizaba, mandaba y dirigía todo lo relacionado con el mantenimiento del centro escolar. Ella le adoraba y le consentía casi cualquier cosa.
Luis observó con interés el lugar que recorría ahora: pasillos tan similares a los de antes pero que destilaban una áurea diferente. Tan parecidos a los de antes y también tan diferentes. Toda la vida era un pasillo que se recorría hasta el final, y en el que se vislumbraban multitud de puertas entornadas, unas pocas cerradas, y algunas abiertas completamente pero nunca visitadas, en la única y falsa convicción de que al final estará la mejor de las habitaciones.
Por fin llegó hasta la puerta de la sala donde se encontraba encamada su abuela. Estaba entreabierta. Ahora que pensaba en ello ¿por qué la mayoría de las puertas de aquella parte del hospital estaban así? Dedujo que los médicos y personal del hospital tenían que salir y entrar continuamente en las habitaciones para examinar a los enfermos, anotar su estado en el correspondiente parte, o confirmar la defunción y notificarla a los familiares si estos no estaban presentes en ese fatal instante. Casi no existía intimidad. Los parientes llegaban, consolaban –o lo intentaban al menos- al enfermo y, después, se marchaban con el mismo ceremonial y tristeza con los que habían llegado. La mayoría ni siquiera querían estar presentes en los últimos momentos del enfermo y preferían llegar y que todo hubiese acabado. Era triste, pero lo podía ver cada vez que visitaba el hospital. Nadie quiere enfrentarse a su futuro, y la muerte es siempre ese futuro. Era un número de lotería que siempre acababa tocando.
No sucedía igual en la pequeña tómbola del pueblo, a la que los domingos lo llevaba María, esa mujer viuda pero alegre y campechana. Allí empujaba con sus nerviosas manos aquella pequeña ruleta en miniatura, y trataba de conseguir alguno de los maravillosos regalos que el feriante exponía alrededor del aro circular. Casi nunca ganaba, por supuesto, pero siempre obtenía algún premio ya que su abuela no consentía que él regresase a casa sin un regalo entre sus manos.
“No deberías irte, abuela, al menos no de ésta manera”.
Era un susurro dirigido a sí mismo, una plegaria a un dios inexistente. Empujó la puerta y entró. Apenas penetraba la luz del sol por las ahumadas ventanas de la pequeña sala, en la que se hallaban dos camas, una vacía y la otra ocupada por su abuela. Se acercó hasta ella y la miró: dormía, y en sus cabellos canos se reflejaban esa luz que con tanto esfuerzo llegaba hasta allí abajo.
El pelo azabache, alborotado y fuerte, era lo primero que veía desde el balcón cuando María regresaba del mercado con las compras del día. Después era su vestido de luto negro, reluciente, eterno recuerdo de su marido muerto en la guerra. Y más tarde, su sonrisa, sus caricias, su mano cálida que tomaba la suya y lo llevaba así cogido hasta la cocina para enseñarle todo lo que había comprado; una hogaza de pan, grande y blanca como le gustaba, mantequilla, un litro de leche recién ordeñada, media docena de huevos, y un pequeño etcétera, para llegar, tras las pequeñas pausas estudiadas para sumirle en la impaciencia, al regalo sorpresa de un trozo de chocolate duro y espeso, o una torta de azúcar rellena de cabellos de ángel que él, con su ardor infantil, arrebataba de las manos de la mujer y devoraba con fruición. Eran tiempos de escasez y cualquier capricho, por nimio que pudiera parecer ahora -en sus tiempos mozos- era un tesoro que aprovechar y disfrutar hasta el final.
Allí, sobre la mesa, estaban los restos de la última comida que habían servido a la anciana; un filete de pollo poco hecho, unos trozos de verdura, un pedacito de pan, la sempiterna fruta… Todo sin tocar apenas, un poco mordisqueado para guardar las apariencias. ¿Para qué dar de comer a un cuerpo que había cumplido con creces todo lo que se le había exigido? La anciana, consciente de su situación, a pesar de la medicación que le inyectaban para calmar el dolor, asumía que eran sus últimos días.
La miró con detenimiento, como nunca lo había hecho con anterioridad. Aprovechó que estaba dormida para examinarla cuidadosamente. Quería memorizarla en su mente, para que quedase grabada en su cerebro para toda la vida. Así, superponiendo las dos imágenes de su abuela, pasado y presente, las diferencias realzarían a aquella mujer que había educado su infancia. Lo muerto, lo que decae, siempre hace que lo vivo se valore más, como la oscuridad hace con el resplandor tenue de una vela, a la que acrecienta hasta convertirla en un intenso fuego.
Estuvo un buen rato allí, de pie y en silencio. Se sentó después, y ojeó una revista de actualidad que alguien había abandonado encima de la cama vacía, pero sin prestar interés a su contenido. Oyó como ella lo llamaba. Fue apenas un susurro, llegado del dolor, del sueño que precede a la muerte: el grito callado de una despedida. Se giró y se encaró con la enferma. Ella sonreía como antaño, aunque una ligera mueca de dolor perturbó su rostro. Sus ojos grises brillaban felices al ver a su nieto junto a ella. Levanto un poco su brazo derecho y golpeó suavemente el lateral de la cama, invitándolo a sentarse allí, a su lado.
Las canciones tradicionales se cantaban al apagar el fuego del hogar las noches del invierno. Aquellas melodías que tarareaba María mientras él cerraba los ojos y se abrigaba con la cálida ropa de cama. Los cuentos que nunca terminaban y siempre eran distintos aunque se pareciesen tanto… Ella sentada en un lateral de la cama, meciéndole a pesar de sus cuatro, cinco, siete años… siempre igual, y siempre lo mismo de reconfortante.
Le cogió de la mano. Él la sintió tibia y temblorosa. Débil, lejana ya. Tuvo otro gesto de cariño y apretó con firmeza aquella mano que tanto había acariciado su piel, y que había pulido su alma. Se miraron a los ojos; los de él se reflejaron en los de ella y las dos edades congeniaron una vez más, se fundieron en un solo corazón. No hicieron nada más, sólo se miraron, sonrieron y recordaron sin hablar los felices tiempos que nunca volverían; paseos en los atardeceres, ferias de los domingos en el parque, tardes de otoño recogiendo la madera para la chimenea… Las risas, las tortitas de las mañanas, y el sol brillante en sus rostros.
Estuvieron así mucho tiempo, y dejaron que las horas transcurriesen mientras ellos pasaban a través del tiempo. Solos en aquella habitación, en el mundo, mientras fuera anochecía y en los pasillos apenas se escuchaba otra cosa que el lejano ruido de bisbiseo de desconocidos en las dependencias cercanas. Comenzaron a quedarse en penumbras y Luis se levantó para pulsar el interruptor de la luz. Sintió entonces un pálpito. No encendió la lamparita fluorescente sino que se acercó nuevamente a la cama y observó el rostro de su abuela: sonreía y su rostro era viva expresión de tranquilidad y de sabiduría, pero sus ojos estaban cerrados y su corazón, ése que también era el suyo, había dejado de latir. Volvió a sentir las lágrimas brotar pero esta vez las dejó correr. Se sentó en una silla junto a la cama, tomó la mano de María, su abuela, entre las suyas, y comenzó a canturrear una antigua canción tradicional del pueblo, como aquellas que muchas veces había oído cantar a esa mujer que acababa de morir, y que escuchó en un lugar lejano en el tiempo y el espacio. Y lo hizo sin soltar aquella mano, con el temor de que la noche se llevase sus almas al reino de los muertos y olvidados.
Francisco José Segovia Ramos -Granada-
Publicado en periodicoirreverentes