(Fragmento del artículo de 1917)
No hay nadie, por muy indiferente que sea a las ideas, que no tenga su mucho o su poco por decir sobre este grande y universal problema humano: y yo, aunque he de guardarme bien de contestar a lo catedrático, a lo sabihondo, no voy, por un pueril alarde de modestia convencional, a privarme ahora del gusto de dar, de la manera más sencilla y clara posible, más bien que una opinión, mi impresión personal sobre el asunto.
No; no creo que sea asequible la felicidad, ni en este mundo ni en ningún otro mundo. es más, creo que cometemos una barbaridad cuando damos a nuestros hijos, en la escuela, en la casa, en el teatro, en el libro, esa visión de felicidad personal tan reñida, tan incompatible con nuestra propia naturaleza y con la naturaleza de la realidad que nos rodea.
Felicidad, felicidad...... ¿Dónde demonios se esconde ese divino tesoro, que nadie le encuentra ni le encontró jamás? Topa uno con un viejo y le pregunta, y de cada cien viejos, noventa y nueve viejos suspirarán profundamente primero, y nos contestarán en seguida una de estas dos cosas: o que la perdieron para siempre y se les quedó atrás, muy atrás, en alguna curva remota del camino andado, o que no la tuvieron nunca y la van a buscar en el reposo eterno, o en el edén eterno que les prometió tal o cual religión. Topamos con un joven... y nos dirá que, o la dejó también atrás, allá en la lejanía de la niñez, o que va corriendo, corriendo sin cesar en pos de ella, con o sin esperanzas de darle alcance. Y si interrumpe Ud. los juegos de un niño cualquiera y logra que le entienda la pregunta, seguramente que, o no saca nada en claro de la inconsciencia del niño, o le ve pronto señalar hacia el futuro con las clásicas palabras que todos hemos pronunciado: "Cuando yo sea hombre..."
Quiere decir que está atrás, o está delante, o está arriba o está abajo: en todas partes, menos en el punto en que nos encontramos. Y es que tiene que ser así; es que sería absurdo que no fuese así. ¿Cómo concebir la evolución, o sea, el movimiento, esencia misma de la vida, sin la inquietud, sin el perpetuo temer y el perpetuo aspirar y el constante cambiar de aquí para allá y de allá para acá? ¿Y cómo, si fuéramos felices, podríamos mantener este vaivén, este anhelar engendrador de toda evolución y por consiguiente de la vida?
Somos limitados, somos frágiles como el vidrio, nos rodea por todas partes lo inestable, lo sombrío, lo sucio, lo duro, lo trágico. ¿Cómo, pues, dentro de nuestra limitación y fragilidad irremediables, concebir ese estado ideal de íntima y perfecta satisfacción en que nos sintamos libres de temores y pesares y deseos?
No quiere esto decir que yo sea pesimista a lo Shopenhauer, que sólo ve dolor y oscuridad por todas partes. Al contrario, creo fácil comprobar que la cantidad de dolor que hay en el mundo, con ser muy grande, es infinitamente inferior a la cantidad de alegría, de igual modo que la cantidad de salud es superior a la cantidad de enfermedad y la cantidad de juventud a la cantidad de ancianidad. Pero ¿es la alegría la felicidad? No; la alegría es orgánica, es subconsciente, nace precisamente de no sentirnos, de cierta armonía rara y fugaz entre las distintas piezas que componen la maravilla de nuestra máquina. En cambio, la felicidad es, o debe ser, esencialmente consciente, naciendo o debiendo nacer de los deseos satisfechos, de pensarnos y sentirnos bien. Tan no tienen nada que ver las dos cosas, la alegría y la felicidad, que se puede ser muy infeliz y estar al mismo tiempo muy alegre. De ello nos da ejemplos constantes la diaria realidad.
La alegría es dinámica. esto es, movimiento, vibración, aleteo fugitivo del espíritu, agua que corre, rama que ondula, ave que vuela, cuerda tensa que suena. En tanto que la felicidad es, o la concebimos, cosa permanente y estática, de la cual fluye la alegría como de una flor el aroma, como de un manantial el agua y de un astro la luz. La alegría es la manifestación, el síntoma, el accidente; la felicidad es la causa, la fuente, la sustancia inmutable. La alegría no puede buscarse deliberadamente, porque es caprichosa, tornátil, inconsciente, oscilante; va y viene, nos asalta y nos deja, aparece y desaparece caprichosamente, sin que nada baste a retenerla. Es como la risa, como el buen apetito, como el golpe de azar. Nadie puede salir a buscarla, porque mientras más se la busca menos se la encuentra, como no se puede buscar la risa, ni el buen apetito, ni el golpe de azar. Precisamente está más lejos de nosotros a medida que la sabemos buscar mejor, con mayor pericia y deliberación: y así vemos que el viejo es menos alegre que el joven y el joven menos que el niño. Es casi animal, casi mecánica, genuinamente fisiológica, en tanto que la felicidad es, o tendría que ser, genuinamente psicológica.
Y por eso, porque la vida es y no puede ser otra cosa que movimiento, vibración, esfuerzo, tendencia constante a cambiar y a mejorar, es por lo que decía antes que está reñida irremediablemente con toda noción de felicidad, bien sea esa felicidad rolliza, pesada, mofletuda, de gorro y chinela, con que sueña el burgués: bien de la otra quintaesenciada y etérea del místico, o bien de la remojada en mieles empalagosas de amor y de música y poesía que seduce por regla general al artista. De cualquiera de esos tipos convencionales de felicidad debemos aprender a reirnos: en primer lugar, porque son inasequibles por ser incompatibles con nuestra propia naturaleza, y en segundo lugar, porque... vaya, seamos sinceros: no valen la pena. Así como suena: no valen la pena. La primera, la burguesa, la de gorro y chinela, buena alfombra y casa grande y cómoda, es grotesca y odiosa. ¿Hay nada más aburrido que comer bien y vestir bien y arrellanarse bien en un butacón sobre una gran alfombra y ser siempre y a todas horas un cerdo limpio y bien comido, y no tener preocupaciones, y volverse una bola de plebeyo egoísmo, extraño a toda solidaridad con el mundo, y no vivir sino para el largo bostezo del casino, del automóvil, de la charla insustancial, y para estar a todas horas y en todas partes condenado a sentirse la digestión? Dadle esa clase de felicidad a un hombre de pensamiento o de nervios, y se volverá loco o se pegará un tiro antes de un mes. Dadle esa clase de felicidad espesa a cualquiera hombre de tipo corriente que no sea un idiota, y no se volverá loco ni se exasperará hasta el suicidio, pero irá poco a poco trocándola en el sport tal o en el sport cual, que es como trocarla en trabajo, en trabajo disfrazado y estéril, pero trabajo al fin.
La segunda, la mística, es todavía más incompatible con el hombre y con las cosas. Vivir con la mirada fija en otro mundo es sencillamente como no vivir, como una forma de estar muerto con apariencias de vida.
Y en cuanto a la tercera, la de los adolescentes y las niñas románticas y los poetas ingenuos: la que navega en mieles de erotismo y melodía, la que nos sirven en la escuela, en el teatro y en todas partes, es la más idiota de todas. Se puede ser un cerdo limpio y bien comido y halagado durante algunos días y no volverse loco de asco de sí mismo hasta después de cierto tiempo: pero yo desafío a los paladares más golosos y más fuertes a que se refocilen, no ya durante muchos días, sino durante un solo día, con las melosas y aromadas golosinas de la estética, de la melodía y del dúo tremulante de romántico amor: el empalago sería tal, que la víctima pediría a gritos la cárcel o la horca para escapar del tremendo suplicio.
"Pero entonces ¿qué buscar? ¿qué hacer?", se me dirá.
¿Qué hacer? Pues una cosa muy sencilla: vivir. Pero vivir ¿para qué? Vivir para lo que es esencia misma, aspiración recóndita y suprema finalidad de toda vida.
Publicado en el blog de nemesiorcanales