Por Juan Cervera Sanchís
“Ella podría haber sido tu abuela”, me dijo mi abuela. Y me
mostró la fotografía amarilla por el paso del tiempo de la que
fuera su amiga Delia, una joven de unos 18 años de edad. Era
realmente bella; piel blanca, ojos grandes y profundos y una
larga mata de pelo, negro como sus ojos.
Delia parecía mirar hacia todos los tiempos.
“Pudo ser tu abuela, reiteró mi abuela, añadiendo: Tu abuelo
Jacinto siempre estuvo enamorado de ella. Delia murió dos
meses después de habérsele tomado esta fotografía. Te confieso
que toda mi vida tuve celos de su memoria y no me explico
por qué nunca destruí este recuerdo. Aún no me lo explico.”
Yo tampoco me he podido explicar por qué robé la fotografía
de Delia a mi abuela Julia y mucho menos qué me motiva a
guardar su retrato con tanto celo y devoción. En varias ocasiones
Dora, mi esposa, ha estado a punto de destruirlo y gracias a
Dios he podido impedirlo. Este retrato tiene algo hechizante
para mí. En verdad me fascina. Confieso que desde aquel
instante en que lo vi por primera vez sentí que mi alma pertenecía
a Delia desde lo más íntimo de mi ser. Y aunque ha pasado
tanto tiempo desde entonces cada día la siento más y más cerca
de mi esencia vital. Algo tiene Delia que jamás he podido
hallar en ninguna otra mujer. Cuando conocí a Dora pensé
que la olvidaría. Me casé con Dora, tenemos dos hijas preciosas,
y todo ha ido aparentemente bien entre nosotros. Sin embargo,
la presencia de Delia la siento interponerse entre nosotros. Creo
que Dora lo sospecha. Un día me sorprendió viendo el retrato.
-¿Quién es ella?
-Delia y pudo ser mi abuela. Mi abuelo estuvo enamorado
de ella, pero ella murió cuando apenas tenía 18 años de edad.
-¿Y tú?
-Por favor, Dora. ¡Ah tú imaginación!
Pero al lanzarme Dora su pregunta no pude evitar estremecerme.
Sí, algo tiene Delia que me cautiva. Sueño con ella con
frecuencia y en sueños creo que soy mi abuelo y que me casé
con Delia, que tuvimos dos hijas que tuvieron varios
hijos, pero yo, Carlos Silva Orantí, no nací jamás. Pienso en
mi abuela Julia y en mi abuelo Jacinto y, de repente, no
entiendo nada. El mundo se puebla de Delia y yo desaparezco.
¿Es posible que la fotografía de una jovencita fallecida a los
18 años de edad pueda ejercer tal influencia en mi vida?
Personas que pudieron casarse y tener hijos ha habido muchas.
Son incidentes de la vida y lo que pudo ser y no fue no tiene
por qué cambiar los hechos concretos y reales. Es lo que es.
Y basta. Entonces, ¿por qué llevo más de 20 años con esta
presencia de Delia en mi mente y en mi corazón? Confieso
que la amo; que me siento su nieto y su amante. Es una
verdadera locura, pero ¿cómo es la locura? ¿qué no es la
locura? No lo sé. Anoche...Sí, otra vez anoche caminé por
esta ciudad y me encontré con Delia. Pero la ciudad no era
esta ciudad de hoy sino la que fue hace 70 años atrás. Yo no
había nacido, pero estaba allí y sabía que no habría de nacer
si Delia...La muerte de Delia significaba mi vida. Lo sabía.
Delia, sí, Delia tenía que morir para que yo naciera y yo
amaba con toda mi vida (¡gran paradoja!) a Delia. Los dos
sabíamos la verdad y caminábamos llorando fuera del tiempo,
en el tiempo y contra el tiempo.
-Delia, ¿por qué?
Y Delia me miraba desde la negra hondura de sus grandes ojos
negros. Mi tiempo no coincidía con el suyo, pero los planos
se transponían (en mi mente) y los sucesos más inimaginables
se daban. Delia y yo avanzábamos despacio por las viejas calles
de la vieja ciudad. Era como perderse por un mundo de antiguas
fotografías. No me era posible saber qué pertenecía a la realidad
y qué al sueño.
Despertar no era fácil. Allí estaba Dora y las niñas y la ciudad
apresurada de todos los días. Delia se quedaba en un retrato
amarillo y nada más. La vulgaridad achataba los horizontes y
mi tiempo se empequeñecía en la oficina y los grises horarios.
Quería retornar al pasado, a las calles casi desiertas de antes.
Solamente vivía pensando en que llegara la noche y Delia me
permitiera tomarla del brazo y juntos imaginar mi inexistencia.
-Tú no hubieras nacido si yo no hubiera muerto, pero yo amaba
tu vida con toda mi vida desde antes de que tú nacieras y fue
por eso que decidí morir, Carlos.
-¿Pero cómo sabías y podías tanto?
-Tras este rostro y este cuerpo que ves, hay mucho más de lo
que tú imaginas. ¿Acaso no puedes imaginar un amor así?
-Contigo uno puede imaginarlo todo. Y no es asunto de imaginación,
Delia, yo sé que te amo. Y es lo único que amo y podré amar.
¿Por qué no vuelves tú a nacer? ¿Por qué no repetimos tu tiempo?
-Sólo es posible lo posible y... ¡lo imaginado! Gracias a mi
muerte podemos tú y yo vivir lo imaginado y, lo imaginado,
puede ser superior a lo vivido.
Volver a soñar. Contemplar el retrato de Delia, mi posible
abuela. Mi irreal y tan real amante. ¿Estaría volviéndome
loco? Nada de eso. Lo que me estaba pasando podría recibir
todos los nombres, pero no el de locura.
-Odio ese retrato, Carlos, odio ese retrato –me dijo Dora.
Y supe que ella deseaba destruir a Delia. Yo no podía
permitirlo.
Dora insistía:
-Carlos, piensa en tus hijas. Piensa en mí.
Yo no podía pensar en otra cosa que en Dora. Era algo
más fuerte que mi voluntad. Y recordaba las palabras
de mi abuela:
-Ella pudo ser tu abuela. Pudo ser tu abuela...
El retrato de Delia se convirtió en mi obsesión. La veía
en todas partes. Pero Delia era mucho más que un rostro:
su juventud se había detenido en un retrato y yo me iba
haciendo viejo.
-¿Crees que ya soy demasiado viejo para ti? Delia: tú
siempre tendrás 18 años. Esa es tu ventaja.
-Tú nunca serás viejo para mí. Tú eres mi obra, Carlos.
¡Eres mi obra! Y te amaré siempre.
Las horas se nublaban y la ciudad retrocedía en el tiempo.
Fue entonces, una tarde del mes de julio, cuando me
encontré con mi abuelo en la calle Plateros. Lo vi mirar a
Delia y los celos me devoraron. Sentí que lo odiaba. Delia
era mía.
-Sé lo que piensas, Carlos, pero no temas. Jacinto no es para
mí. Sólo tú eres y serás siempre mío.
-Pero todo es un sueño, Delia, un sueño. Tú no existes.
Eres una invención mía.
-Te equivocas. Soy yo tu inventora. Yo te inventé, Carlos,
y tuve que morir para que tú...
Aquella mañana busqué el retrato de Delia. Llamé a Dora:
-¿Qué has hecho con el retrato e la que pudo ser mi abuela?
-No sé nada de ese retrato, Carlos.
-Sí sabes. ¿Dónde está Delia, Dora? Por favor, por favor,
necesito que me devuelvas ese retrato.
-¿Quieres el retrato? Ven conmigo.
Dora me llevó a la cocina y me mostró un montoncillo
de ceniza, diciéndome:
-Ahí lo tienes.
-¡No! ¡¡No!! –grité y grité. ¿Qué has hecho? ¿Qué has
hecho?, musité luego llorando a mares. Después ya no
no supe nada más, no quiero saber nada más. Sólo deseo
que nadie me robe estas cenizas, y quien me las robe...
¡Delia, vuelve! ¡¡Vuelve!!
Sé que volverá. Ella tiene que volver. No entiendo nada
del tiempo y sé que el de Delia no es mío, pero creo que
hay tiempos que pueden engañar al tiempo que llamamos
real. No sé cómo. Estas cenizas...Yo sé que Dora asegura
que estoy loco y que nunca me traerá a las niñas, pero a
mí, lo único que me importa es Delia, que pudo ser mi
abuela, que será eternamente mi amante.