Cuando llegaban las brisas con sus voces transparentes, besuqueando robles y almendros, ella, Mikaela, me pedía que la echara a volar. Yo la revisaba, probaba su run– run, le medía su cola y amarraba su cabello alborotado. Echaba pegante en sus roturas, le hacía mantenimiento de fiesta. Ella coqueteaba descaradamente con sus ojos luminosos, se contoneaba en la punta de sus pies y se pegaba a mí para medirse y decir que estaba más alta que el año pasado, que ya era una mujer.
Le recordaba que era mujer desde agosto del año anterior cuando la lleve a bailar al playón para que estrenara sus nuevos perendengues. Pero era feliz actuando como niña malcriada, entonces le hacía mimos y su voz se hacía mínima como la de los pájaros pequeños que lloran a la brisa. Nunca me gustó tenerla controlada, para qué, ella siempre volvía cuando la noche mostraba su primera raya oscura. Así que en esta ocasión no sería diferente.
Se puso bella, se roció el cuerpo con su perfume de flor de cerezos, ese que le regalé una tarde de feria en las murallas. Se peinó su larga melena escarlata con gracia única; la tomé por la cintura y la atraje hacia mí seducido, se recostó de espaldas a mi pecho de manera sensual y con una sutileza propia de una amante experimentada, se contorsionó para morderme una oreja, a la vez que sus manos me apretaban.
Después se apartó riendo, pidiéndome paciencia, ya que primero era el viento de las tres de la tarde. Abrimos juntos la puerta de la calle y ella saltaba feliz saboreando la libertad desde mis manos. Inmediatamente la dejé correr y no había en el mundo una mujer más alegre que Mikaela. De un salto se encaramó en la espalda del viento y lo galopaba a grito de nube. Éste la zarandeaba tratando de derribarla, pero ella se mantenía firme mientras reía a carcajadas estruendosas; me lanzaba besos desde arriba y yo corría desesperado para que cayeran justo en mi boca.
Los árboles cimbraban envidiosos porque no podían subir, ni crecer tan alto como Mikaela. Un buitre enorme se lanzó contra ella, pero con un doble golpe de manos hice una parábola fina y el pico del ave sólo se llevó el trozo de algodón de una nube inoportuna. Pero con el viento del norte no se juega y en un descuido mío, sus poderosas manos de deidad enamorada, me reventaron los hilos. Yo corría como un loco mientras Mikaela se perdía a lo lejos raptada por el aire.
Juan Carlos Céspedes (Siddartha)
Publicado en la revista La Urraka 29
Muchas gracias por publicar este texto de mi autoría.
ResponderEliminar