Muero, y con el último suspiro siento que mientras el aliento huye de mis labios durante un dilatado instante, abandono la tierra.
No hay túnel, luz brillante, experiencias religiosas ni otros tópicos. No obstante, recupero el conocimiento y para mi sorpresa he regresado, convirtiéndome en espectador de una nueva vida. Aunque soy más que un espectador, la hago mía: derramo sus lágrimas y su risa me llena de regocijo. Jamás había creído en la reencarnación —ni se me había pasado por la cabeza plantearme semejante majadería—, y aquí estoy, otra vez. Sin embargo, pasa el tiempo y descubro que no es un nuevo estreno sino un segundo pase.
Repito éxitos y fracasos. Calco las elecciones y muy a mi pesar no soy capaz de que mi nuevo yo me haga caso y evite los tropiezos. Me grito a voces que solo me va a traer desgracia, pero me vuelvo a enamorar de ella. No me escucho, o no quiero hacerlo; desprecio mis proposiciones como al polen llevado por el viento, que como mucho me hace estornudar.
Conforme se va acercando el final, cada vez noto más la presencia de alguien acechándome, fisgando, escrutándome por encima del hombro.
Muero.
Abandono la tierra.
Vuelvo a ella; renazco.
Y aquí estoy, pero ahí estoy, y allí también. Me observo observar mi vida. Y creo que alguien me mira desde atrás, desde siempre y hasta la última sílaba del tiempo recordable.
Pedro López Manzano (España)
Publicado en la revista digital Minatura 119
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