Al saber le llaman suerte
La Casa Aérea Rotante de Monsieur Lavedan estaba quedándose sin vapor y no tardaría en caer a las dunas. Monsieur Lavedan sabía que si no encontraba pronto un lago o un río para repostar, se estamparía como una mosca en la pared. Por eso llamó, catalejo en mano, a su fiel criado Lerroux, especialista mecánico en motores de vapor hidráulico de triple expansión y en el manejo de calderas a punto de estallar. Desde abajo, el observador imparcial no quitaría ojo a esta maravilla mecánica de dos pisos de altura, de ruido ensordecedor, con columnas de un humo denso y plateado que subían al cielo casi tan rápido como el pasmo del citado observador, normalmente un pastor o alguien que volvía de las duras minas de Morantia. Chasqueó los dedos Monsieur, a lo que Lerroux respondió con un cuadre marcial y una inclinación de cabeza. Efectivamente, su señor iba a dirigir como pirata mercante el rumbo de su nave. El pitido que marcaba el principio del fin hizo comenzar la febril actividad en la casa: se abrieron llaves, se cerraron otras, se pasó el carbón de mano en mano casi como el agua en el incendio (manchando por el camino las magníficas alfombras persas que tan caras había pagado cuando el viaje a Oriente), se quemaron dedos, se maldijeron dioses y, por fin, cuando todo esto estuvo hecho, se secaron de agua las calderas, como si se las hubiera bebido un gigante sediento; ya no quedaba ni una gota. Sólo alguien se mostraba impasible en el griterío reinante de la tripulación: Monsieur Lavedan, dando instrucciones sin mover el catalejo de su ojo, como director de orquesta poderoso, como capitán en la batalla. La enorme ballena parecía que iba a tocar tierra… y sólo besó de refilón el duro final, esparciendo leves granos de arena, remontando el vuelo como el águila que caza su presa. Y desde allí, desde lo alto, conscientes de los pocos minutos que les habían ganado a la muerte, lo divisaron, entre reflejos de un sol que ahora les parecía más brillante que nunca: un oasis de frescas aguas. Un oasis que, una vez más, había cumplido con su misión: la de ser la esperanza del que ya no espera nada.
Rodríguez Vázquez–seud.- (España)
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Hace 1 hora
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