Un ambiente saturado de humedad
espesaba el bochorno de la noche
mientras los vecinos volcados en la calle
iban de un lado a otro
celebrando las fiestas de agosto
entre gritos, música y fuegos artificiales.
De pronto un solitario estruendo seco
retumbó en la noche de la Ría
como el grito de un monstruo en celo
que ascendiera de las profundidades marinas
haciendo temblar como un junco a los hombres y a las cosas.
Al poco, una sinfonía de truenos
se derramó sobre los tejados de la ciudad
acompañada de relámpagos que
desgarrando la cúpula del cielo
se filtraban por sus grietas
iluminando con destellos el curso de la Ría.
La marea viva, subiendo velozmente de nivel
empujaba impetuosa, como en una marejada
las aguas encabritadas del mar hacia la parte vieja.
Despeinando la ciudad
un viento racheado comenzó a bramar
hasta convertirse en una furiosa galerna
que acompañada por el ruido ensordecedor
de cristales rotos
arrastraba todo cuanto encontraba a su paso.
Los paraguas volaban como cometas descontrolados.
Las sillas y las mesas de las terrazas de los bares
corrían enloquecidas por las calzadas
acompañadas por carros de basura
y cochecitos de niño sin pasajero ni conductor.
En su loca carrera hacia sus casas
sin atreverse a cruzar las calles
las gentes, buscando donde guarecerse
se pegaban como lapas contra las paredes de los edificios
para evitar ser arrastradas por la ventisca.
La plaza desierta, se había cubierto
de restos de banderitas, farolillos, guirnaldas y gallardetes.
El tambor de la banda, rodaba de un lado para otro
en busca del músico que lo había abandonado.
La enseña nacional, humillada por la lluvia
yacía abandonada en el suelo como un trapo de fregar
sin que ningún patriota se arriesgara a recogerla.
Las novias se abrazaban a los novios.
Los niños a sus padres.
Y los perros callejeros aullando a la muerte
corrían como condenados
en busca de algún agujero donde enjaularse.
Despegando de los tejados
las tejas planeaban como avioncitos de papel.
Los cables de la luz bailaban un vals
mientras las antenas de televisión
y las farolas del alumbrado público
se inclinaban como caballeros corteses.
El pararrayos de la iglesia
descargaba un rayo tras otro.
El gallo de la veleta que coronaba el ayuntamiento
giraba frenético olvidándose de señalar el norte.
Una luna vieja y chismosa
se asomaba a hurtadillas entre los visillos de nubes
animando a las aguas a rebelarse
contra los muros que encarcelaban su cauce.
Y como un mal presagio
el viento de pronto se paró
imponiendo un silencio amenazador.
Es el aguaduchu…es el aguaduchu…
… ya viene… ya viene… susurraron los viejos.
Unas gotas carnosas y calientes
como lágrimas de plomo fundido
llegaron bailando sobre los tejados
como vanguardia del temporal
rompiendo la efímera tregua.
El perfume a tierra mojada se mantuvo unos minutos
hasta que el cielo comenzó a caerse sobre la tierra
con una cortina de agua gruesa como el telón de un teatro
acompañada de canicas de hielo
que explotaban violetamente al llegar al suelo.
Las luces de las farolas
iluminaban la intensa lluvia, haciendo brillar el asfalto
como si fueran proyectores de un campo de concentración.
Algunos barcos, dejando de sufrir, rompían amarras
lanzándose a la deriva, Ría abajo, en busca del mar.
Los pequeños gasolinos y pesqueros
se encabritaban como jovenzuelos marcándose un rock
mientras algunos botes se libraban de las boyas
haciéndose astillas contra los pretiles del cauce.
De pronto la energía eléctrica cayó
y toda la ciudad quedó a oscuras como boca de lobo.
Con las narices pegadas al vidrio
de las ventanas bien aseguradas
los chavales, a la luz de las velas
contemplábamos fascinados, como la borrasca
haciendo de las aguas del cielo y del mar una sola
convertía a la orgullosa ciudad
en una comadreja acobardada enroscada en su refugio.
Es el aguaduchu… es el aguaduchu…
… ya viene…ya viene… susurraron los viejos.
Las abuelas rezaban a San Judas Tadeo
las criaturas lloraban en los brazos de sus madres
los padres en silencio fruncían el ceño
y los ancianos rememoraban entre murmullos
el gran diluvio de aquel año
que cubrió los bajos de la ciudad vieja hasta casi arruinarla.
La madre naturaleza
en un derroche de fuerza y magnificencia
clamando venganza
lanzaba rugidos de furia en la oscuridad
aterrorizando a los orgullos hombres que
como a Segismundo en la cueva
se habían atrevido a encadenar a la Ría
entre los pesados muros de la civilización.
Es el aguaduchu… es el aguaduchu…
… ya viene…ya viene… susurraron los viejos.
Alberto López
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