Hace tiempo visito
la tristeza de días sin sonido,
que se prefieren solos,
como anemias de empeño funeral
y mieles arrugadas;
y hace tiempo también
que acaricio las cúpulas
de un silencio maduro.
En él se refugió la procesión
de un vino atrás sembrado
guardándose las manos que colgaban
racimos de luz entre mis vides
como si fueran lámparas de uva.
Y fue el último brillo,
-el que apaga y sepulta el temblor de la estrella-
quien pobló en desnudez mi vestidura.
Desde entonces, me cifro en piel de las montañas
después de los incendios, mientras en sueños abro,
tiento, la ocupación de miel de aquellos días
y el collar de sus hebras golpeándome el pecho.
Esther González Sánchez -Vigo-
Publicado en la revista Hoja de Palabras
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