miércoles, 29 de enero de 2014

LA VENDEDORA DE TIEMPO, IOANA GRUIA


Poner kilómetros de por medio no define el concepto de la huida, sino el impulso necesario para empezar de cero. Es un abrir y cerrar de ojos gracias al cual se nos ofrece una mirada limpia. Es un acceso a un paisaje distinto, a un mar cuyas olas laten sin descanso, de la misma forma que la vida se aferra a sus escenarios, a pesar de la enfermedad. Es un reloj que camina en sentido contrario hasta tropezarse de bruces con esa niña que brota nadando entre las olas. Es una sirena que escapa de la ficción para clavar sus raíces en la tierra. Es un canto a la belleza que nos recuerda lo trascendente que es cada segundo, un carpe diem que huye de la teoría, que se ancla en la práctica. Es un ejercicio de la imaginación que nos ayuda a sobrevivir y a sobrellevar la realidad. Todas estas reflexiones salen a flote cuando uno disfruta la lectura de La vendedora de tiempo, de Ioana Gruia.

La protagonista de esta historia vive en Bucarest, en una atmósfera cargada de odio, cuando recibe el impacto descomunal de que tiene una enfermedad incurable. Para hacer frente a la muerte se alza la bandera del optimismo, de una actividad febril en la que la pausa es un una manera de acercarse a la otra orilla, en el que la vida se define a través de los puntos suspensivos. Para hacer frente a la muerte se sumerge de lleno en la literatura, en los pequeños episodios del pasado o de la fantasía donde uno puede sentarse plácidamente a calentarse las manos. En el mapa imaginario de las manos, en esas carreteras sólo recorridas por los ojos, se contempla las curvas peligrosas de la vejez. Para hacer frente a la muerte vende todo lo que tiene y se marcha triunfalmente a Mar del Plata, un escenario en el que nadie la conozca, en el que pueda rumiar el proceso final del tiempo, en el que se aferre a la existencia con el calor de un cuerpo joven, con el goce irrefrenable del sexo. Un lugar en el que las olas laman sus heridas, en el que uno puede hundir los pies en la arena, de la misma forma en que se niega a aceptar lo evidente.

Para Silvia mirar el mar es una forma de detener el tiempo, es una manera de reflexión, es la paciencia de un pescador en espera de cazar una buena pieza cuando el pescador se identifica con la muerte y la pieza es uno mismo.

Silvia apela a la imagen del deseo para apurar el néctar de las horas, para paladear la felicidad en unos labios, en el laberinto desnudo  de un cuerpo masculino, en la sonrisa diaria de sus paseos cotidianos, cuando las palabras no son suficientes para detener la hemorragia. Javier encarna la juventud, un billete de vida para la vendedora del tiempo. Javier es un fotógrafo de miradas, fotógrafo de desnudos. Una descripción del instante ante el objetivo de una cámara. Un reclamo más para seguir luchando.

Julio representa con su mismo nombre el verano, el ansia de tener toda una vida por delante. Un mundo poblado de piratas y una imaginación desbordante que nos empuja a olvidar por momentos la realidad. Un niño capaz de darle volumen y forma a las palabras, a llenar la existencia de colores. Un niño que aprende a romper el cascarón de la inocencia, a ensuciarse las manos con el presente, con la amenaza de perder aquello que quiere. Una prueba vital que supera gracias al candor del juego, al refugio oportuno de unos cuentos, al abrigo de una ficción, que por ser ficción, no renuncia a su poder de convocatoria.

La vendedora de tiempo discurre sobre un lirismo que cautiva, sin adornos, desnudo. Una escritura, desde el corazón, que deja traslucir el pulso firme de la buena literatura. Un sueño de inmortalidad que se hace visible a través de las letras.

La novela se estructura en tres partes. “El barco fantasma” relata su estancia en Mar del Plata donde Silvia pone en juego su libertad de pájaro herido en una especie de Locus amoenus. En él se oye el murmullo de las olas, el rumor de las frases de amor, el sabor mágico de las naranjas como tesoros de sol encontrados en las calles de la infancia, el silencio despierto del tacto de la carne con la carne, la ficción salpicada de realidad y la realidad cubierta con la niebla de la plenitud. Silvia sale en busca de aventura a la manera machadiana, ligera de equipaje, a los pies del mar.

La segunda parte que coincide con el título de la novela supone el regreso a Bucarest, en esa actitud quijotesca de vuelta a los orígenes. Sin embargo, la protagonista retorna voluntariamente para rendirle tributo, tanto a la figura desaparecida de su tía Silvia, como a su padre. Sin ellos jamás habría reunido las fuerzas necesarias para enfrentarse a los fantasmas, hallado la chispa de rebeldía que se requiere para romper los lazos impuestos por la sociedad. Un adiós que nunca se agota. Una despedida que ajusta las cuentas con la nostalgia. Un punto y final que sigue más allá de estas páginas.

Lidia, la hermana de Silvia, junto a su madre, es el fiel trasunto del odio, de una esclavitud que nos lleva a pelearnos con el día a día y con el mundo. Es un impulso de irracionalidad que gobiernan muchas mentes. Una falta de diálogo que abre su boca para discutir de nuevo. En este contexto cobra importancia el divorcio, pues simboliza no sólo la ausencia de amor, sino, sobre todo, la esperanza de ser libres de nuevo, el deseo de poner sobre el tapete unas ideas propias, a pesar del freno total de las tradiciones. Es una lucha contra el sistema y contra la tristeza.

“El diario del capitán Smollett”  es la asunción de la muerte. Es un ahora que palpita con todas sus energías, en carne viva, a cara descubierta, un ejemplo visible de cómo hay que arrostrar los sinsabores del destino, donde los recuerdos son armas de doble filo, pues, por un lado, desgarran la piel del presente dejando el capricho de unas cicatrices invisibles y, de otro, son capaces de darnos el abrigo necesario para cobijarnos del frío. La vida es así, cíclica. No debe ser rotunda, sino flexible, como el carácter de cualquier individuo. Impermeable a las circunstancias del momento. Cuando un escritor procura dar forma a un pasaje que lleva tiempo rondando por su cabeza, no siempre la historia sigue el curso prefijado, sino que se escapa del folio, como las aguas de un río que se desborda, con el ímpetu de una juventud irresistible, con la incertidumbre de un futuro que aún desconoce sus pasos. La existencia humana sigue el cauce de la literatura, puesto que, a veces, planificamos con antelación el mapa de nuestra ruta y cualquier piedra en el trayecto, un granito de arena, puede conducirnos por lugares ni siquiera transitados por la imaginación. El futuro no admite cadenas y libre deambula a su antojo. En esa libertad que nos reclama la palabra descansa el mensaje final de este libro. Una historia escrita con la ternura de quien sabe sacarle el mayor jugo posible a la vida, como un zumo de naranjas que sueña con besar unos labios. Un libro que duele, que nos emociona. Un libro que no puede dejarnos indiferentes.

ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN -Benalup-

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