La escena es horrible, la criatura se ha abalanzado sobre ella y la habitación se ha llenado de una fina lluvia de sangre y el ruido que hace al arrancarle la carne es espantoso, pero no siento miedo, aunque tampoco me atrevo a moverme. Me he sentado en el suelo y me limito a observar a los dos seres,
mientras uno agoniza y el otro devora.
Y yo que decía que la protegería. Le mentí, por supuesto, de lo contrario ella se hubiera ido hace tiempo, y la necesitaba a mi lado. Tarde o temprano el monstruo la alcanzaría, pero me creía cuando le decía que estaría alerta, que nunca dejaría que se acercara. Ni siquiera recuerdo como ha entrado en la
habitación, si ha aparecido de la nada o si he sido yo quien lo ha dejado pasar.
Siento que todo ha sido muy repentino, pero puede que estuviera ahí desde un principio, a nuestro lado. Y pese a todo no siento miedo, pero tampoco me atrevo a moverme. Sentado en el suelo, observando a los dos seres. La monstruosa criatura apenas me dirige una breve mirada, mientras hace una pausa para tragar carne, huesos y plumas. Su atención vuelve rápidamente al ala que aún queda intacta. El aire se vuelve a llenar de sangre. Mientras, ella mantiene sus ojos fijos en mí, pero ya no imploran ayuda.
Su cara me regala una mueca de asco y de reproche. Podría levantarme, es cierto, apartar a la bestia, someterla si quisiera, aunque me abrasara. Sacrificar mi cuerpo por la única cosa pura que he conocido, un acto noble, por una vez.
Además, ella significa tanto para mí.
También podría acercarme, ignorar al monstruo y arrodillarme junto a ella, sujetar su cabeza con mis manos y apretar mis pulgares contra sus ojos, liberarme de la culpa que reflejan. La idea me atrae con fuerza, pero también me da náuseas. Al final, aunque no siento miedo, tampoco me atrevo a moverme. Me quedo sentado en el suelo y observo a los dos seres. Virtud y gracia, infamia y corrupción. Ambos
me desprecian.
Egoitz Laparra (España)
Publicado en la revista digital Minatura 124
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Hace 43 minutos
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