El pueblo donde yo nací, que era y sigue siendo un campo petrolero, lo fundaron las putas. Cuando eso pasó, no era raro: así sucedió en otros lugares del país y supongo que también del mundo, donde hubo algún campamento minero. La compañía llegaba con sus técnicos, su maquinaria y sus obreros, y en cuestión de horas levantaban una o dos barracas. Y no habían pasado quince días, cuando llegaba un cargamento de putas a establecerse ahí. Esas mujeres, por lo general, provenían de burdeles de mala muerte, donde las habían desahuciado por viejas o por haberse gastado en demasiados partos, pero a los ojos de los trabajadores petroleros eran como las princesas de los cuentos. Quien las explotaba -fuera hombre o mujer-, también montaba un bar. La mujer que les cocinaba levantaba un tinglado don-de le vendía comida a los trabajadores y, después de eso, era que el pueblo empezaba a ser pueblo. La compañía mandaba entonces a construir unas casas para los técnicos y los empleados administrativos y esas casas eran todas de estilo americano o europeo. Más adelante, venía un ingeniero que trazaba las calles, levantaba una plaza con un parquecito infantil y tendía un cerco. Este cerco separaba a las casas de las barracas, de las excavaciones y del puterío. Unos meses más tarde, se aparecía un portugués o un gallego que montaba un abasto, y un italiano que arreglaba zapatos. Y uno de ellos, o los dos, terminaban casándose con una de las putas o con alguna de las hijas de ellas. Al tiempo, si el campo era productivo, sustituían las barracas por casitas prefabricadas y, cuando todo estaba marchando, llegaban las autoridades y un cura, a establecer unas leyes y una moral que no tenían nada que ver ni con el lugar, ni mucho menos con el país. Entonces, los obreros que tenían familia se la traían a vivir con ellos y, poco a poco, iba surgiendo una población más en los mapas. Muchos años después, si el pozo quedaba seco, el primer síntoma del abandono del pueblo era que se iban las putas. Un día, se bañaban de perfumes, se vestían con sus trajes de colores chillones, subían sus muebles y sus baúles a un camión, y se iban en caravana cantando “Adiós, Pampa Mía” o el “Adiós, llanero”, ese que dice: “Por si acaso yo no vuelvo, me despido a la llanera. Despedirme no quisiera, pero no encuentro manera”. Se iban para instalarse en otro lugar más próspero, generalmente otro campo petrolero que se estuviera fundando. Así fue la historia, con más o menos variantes, de buena parte del país en el siglo Veinte. Una historia de campamentos, donde todo es provisional, las cosas duran lo que los caprichos, y nadie echa raíces. Te la cuento porque las nuevas generaciones deben conocer su pasado y sus orígenes, por oscuros que sean.
Del libro LA COMEDIA URBANA de ARMANDO JOSÉ SEQUERA
Primer Premio Bienal Literaria “Mariano Picón Salas” Mención Narrativa “Salvador Garmendia”, Mérida, Estado Mérida 2001
Publicado en Los Libros de las Gaviotas
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