Sentada en una silla de ruedas, tomando el sol en el patio de la residencia de la tercera edad de Arcos de la Frontera, con la mirada de ojos vidriosos y tristes fija en el horizonte y las manos arrugadas y temblorosas sobre su regazo, María, una nonagenaria, recibe la visita de hija y su de bisnieta, una preciosa chiquilla de cinco años , que la besa y le dice:
–Hola, abuelita, te traigo un regalo.
La niña tiene un admirable parecido a su hija, y al mirarla y contemplar sus ojos, su boquita, sus gestos y oír sus risas los recuerdos regresan a su mente:
El sol del medio día cae implacablemente y las chicharras expresan sus quejas elevando el tono de sus vibrantes alas. Bajo la parra enredada en el porche de la casa, ella come unas gachas con su hijita, de tres años. La quietud de la montaña, la paz del alcornocal y los buitres volando alto se ve interrumpida por la aparición de un jinete en la vereda del cortijo. Ella se alza, deja la niña que tiene en sus brazos sobre una sillita y entra rápidamente en la casa. Instantes después sale de nuevo, alisándose el vestido y mirando fijamente y angustiada al hombre que se acerca.
Éste no es otro que D. Juan, el dueño de aquellas tierras.
Al llegar a la choza, el hombre detiene su precioso caballo negro de raza árabe y se queda mirando a la hermosa mujer morena. Y sin quitarse siquiera el sombrero en señal de respeto al pisar casa ajena, sin bajar del caballo, le dice, con sonrisa sarcástica:
–Acabo de enterarme de que a tu marido lo trasladan de la cárcel de Cádiz y se lo llevan a trabajar a El Escorial, En Madrid, para construir un mausoleo con una cruz inmensa sobre la montaña. Qué, ¿te lo has pensado?
– Intente tocarme y será lo último que haga. ¡Se lo juro! Y ahora, ¡largo de aquí!
–No, si no te voy a tocar; serás tú misma quien venga a buscarme. Yo puedo hacer que le traten bien, que lo revienten a trabajar hasta que desee con toda su alma estar muerto, o que lo fusilen…
Ella lo mira con odio, sus labios tiemblan, los aprieta para evitar pronunciar las palabras que fluyen a su boca. Permanece así unos instantes y luego dice, suavemente:
–Ya le he dicho que soy una mujer casada y a mi marido me debo en respeto y cariño. Le pido por favor que me deje tranquila, se vaya y no vuelva.
–Tu marido no volverá nunca si yo no quiero. No seas tonta, te dejo trabajar y vivir en mis tierras, puedes criar a tu hija, te puedo ayudar con dinero… No me seas arisca, niña, que yo ya tengo mi familia y en ella no hay lugar para ti. Sólo deseo un refrigerio contigo. Los dos disfrutaremos… ¡Piénsalo!
El hombre tira de las riendas, da la vuelta, golpea con las rodillas sobre el costado del animal y sale al trote por la senda sin mirar atrás. Cuando se pierde en la lejanía, ella entra en la casa y se dirige al anafe a atizar el fuego, entonces saca un cuchillo de su bolsillo y lo coloca junto a los otros cubiertos. Luego sale, coge en brazos a su hijita y comienza a besarla, llenando su carita de lágrimas.
Afuera, la quietud de la montaña, la paz del alcornocal y los buitres volando alto son los únicos testigos del drama que viven en aquella pequeña casa.
–Abuelita, no me has contestado. Mañana es tu cumpleaños y te he comprado un regalo. ¿Quieres saber qué es?
JUAN PAN GARCÍA
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Hace 1 día
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