En la habitación el aire estaba viciado, pero nuestras jarras de cerveza, sobre la mesa, una junto a la mano del otro, velaban nuestra supervivencia como si nos hubiesen atado a un poste en el ojo de un tornado.
Ocasionalmente, cuando dejábamos de beber, y después, cuando meditábamos sobre el trago, hablábamos de naderías, de espantos galácticos o de futbolistas que nos ocuparon hueco entonces.
Nuestras ropas parecían distanciarnos, sin embargo conferimos una facultad al momento que le fundía en una horizontalidad que al tiempo espejeaba y nos confundía en lapsus que soportábamos.
Tal vez deseábamos de verdad tenernos lejos, dejar que una voluntaria ignorancia nos ataviara al gusto de la indolencia y que las posibles preguntas no caminaran más allá de donde marcaba la alambrada de espinos.
Las palabras se escurrían garganta abajo, todo para que nuestra boca, con los labios apostados en nuestro cogote, se plasmara en una mueca que no nos inquietara.
La habitación, ahora que lo pienso, no sólo contenía impurezas: voces altisonantes y un desacorde tintineo de platos rodeaban nuestras encorvadas figuras que contemplaban la llovizna con la frivolidad de la segura sequedad.
Normalmente nos íbamos a otro cuarto o paseábamos, mientras nuestras sombras volvían a casa galopando, fatigadas del desánimo que le infundía la pereza de nuestras manos cuando, a hurtadillas, las pellizcábamos para que mudaran de postura.
Al fin, dándonos los parabienes por la nueva cita superada, nos desdibujábamos en segundos como si un chasquido nos reclamara y se regodeara con fiereza, y entonces, sólo entonces, cuando acudían las ganas de llorar, pero de llorar con ímpetu, con desgarro, inconsolablemente, hincado de rodillas, golpeando un muro inamovible y que con los nudillos de las manos laminara cielo y tierra como cuchillas impiadosas.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
DE FACEBOOK - 6136 - HACE OCHO AÑOS
Hace 1 hora
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