Todos esperábamos que así fuese,
él también.
Luego, más tarde,
cuando los aplausos
deslucieron su porte
y volvió a sospechar de su sombra,
se refugió, hasta el próximo discurso,
tras el cristal opalescente
donde defecaba sus dudas.
Jamás supimos de hedores:
la ingeniería a su servicio
sublimaba sus miserias
con abono para fecundar campos
de hoja empática muy rutilante
que daba trabajo a miles de manos,
que escuchábamos los discursos
y que los recibíamos brillantes,
tal y cómo se esperaba.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO
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