aún me tiembla la voz cuando te llamo.
Nunca te he visto al borde del olvido,
siempre a la incandescencia del abrazo.
Conversamos de tópicos triviales
que las aguas se llevan río abajo,
ya no de la temática que ardía
a la pálida luz del candelabro.
En la simplicidad de estar, entonces,
tendidos a la sombra de los álamos,
del martini y las tapas consumidas
en el sosiego del Café romántico,
o ya al atardecer, en el paseo
por las callejas con olor a nardo,
radicaban ventura y regocijo;
era nuestro único, mejor hallazgo,
los mínimos placeres de la vida;
también los del amor, trueno y relámpago.
Todos me retransmiten, desde lejos,
su sabor, a la vez, dulce y amargo,
por el gozo vertido en nuestra vida,
y por haberse destrozado el cántaro.
Vinieron en albor de primavera,
plenos de abril y mayo,
mas se hicieron noviembre,
frío, lluvia y adiós, silencio y barro.
Cuando dos se dividen,
uno es alejamiento, otro es naufragio.
Me aferré a los tablones
flotando en derredor, se me quebraron
fe y esperanza, y el futuro incierto
me hizo cerrar los párpados.
No querer ver es la mejor ceguera,
la que invita al letargo.
Me hice mudo también, y también sordo,
para vivir la vida en solitario,
cerrándome a la luz del mejor tiempo,
a la sombra del llanto.
Pero tu imagen me llamaba a gritos,
y el dorso de mi mano
percibía la palma de la tuya
en cálido contacto.
Nada sabías de esto, era mi mente
fabricándose el clásico milagro
de la reaparición inverosímil,
y al fin retrocedí sobre mis pasos.
Hoy, al mirarnos, vemos
diferentes retablos,
sea porque la vida nos transforma,
o porque nosotros evolucionamos.
Si tuvimos ayer en concordancia,
no tenemos ya un hoy sincronizado.
Aunque la voz me tiemble,
te seguiré llamando.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Ángeles-
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