Basado en el relato “Globos de fuego”, de Ray Bradbury
Tanto la primera como la segunda expedición a Venus acabaron en desastre. Nada se supo de las naves ni de sus tripulantes, que dejaron de emitir señales a la Tierra después de informar que habían contactado con vida inteligente.
La tercera expedición llegó al planeta venusino repleta de armas, y dispuesta a enfrentarse a los más terribles enemigos. Se trataba también de una cuestión de prestigio: si había una civilización en el planeta debía saber que los terrícolas eran superiores a ella. ¿Acaso no habían sido capaces de cruzar el espacio?
A las pocas horas toparon con un enorme ser de un tamaño similar al elefante africano, pero con aspecto de arácnido. El monstruo comenzó a acercarse lentamente hacia la nave, por lo que el capitán de la misma ordenó preparar las armas. Todo presagiaba que un combate a muerte iba a iniciarse pero, de repente, como si un rayo hubiese roto el cielo sobre su cabeza e iluminado su semblante con una nueva luz, el capitán ordenó bajar las armas.
La bestia cesó en su avance, y escrutó a los hombres con su miríada de ojos azulados. Una paz absoluta inundó el alma del capitán, y las de sus suboficiales, y también las de toda la tropa. Incluso el propio cohete se transformó en un navío cargado de esperanza y no de armas. Entonces vieron que tras la Araña venían sus compañeros de las dos anteriores expediciones: vivos y sonrientes. Irradiaban en sus rostros la misma felicidad que sentían los recién llegados.
El capitán se arrodilló ante la criatura de Venus, y acarició sus retorcidas patas y su lomo cubierto de pelambra suave como el algodón y brillante como los cabellos de un recién nacido. Y sintió –y todos sintieron- que de ella emanaba una bondad infinita, jamás sentida antes por ningún ser vivo.
Casi se podía escuchar en el aire un Te deum, porque el hombre, al fin, había encontrado a su Dios en este planeta inexplorado.
Francisco José Segovia Ramos
Publicado en periódico irreverentes
No hay comentarios:
Publicar un comentario