(Para Francesco Petrarca y Laura de Noves)
Apenas el autobús tomó la avenida primera, la brisa marina golpeó su rostro. A lo largo de cinco cuadras admiró la espléndida línea de agua que formaba racimos de espuma en la playa.
Aún no eran las ocho de la mañana y ese domingo ofrecía un clima propicio para la alegría. Sus padres condicionaron ese paseo a su comportamiento durante la semana, tanto en la casa como en el colegio, por eso se cuidó de realizar sus deberes y tareas con prontitud y eficacia.
Allí, en la playa, podía gozar del espacio y la libertad que en su pequeño apartamento no tenía. Además, y era lo más importante, podía reencontrarse con Laura, la niña que había conocido siete meses atrás.
Él era poco comunicativo, pero cuando la vio por primera vez su timidez desapareció y en pocos minutos ya eran amigos.
Bajaron del autobús y se encaminaron hacia el lugar de costumbre, donde se instalaron debajo de una carpa. Él se quitó la ropa y enseguida salió en busca de la niña de trenzas doradas.
La buscó largo rato y se detuvo desencantado al lado de una venta de frutas. Miró ese mar que se repetía en sus sueños y de pronto sintió una mano que se apoyaba en su hombro. Volvió el rostro y vio los ojos más hermosos que jamás había conocido, mientras una boquita de ocho años le decía:
-Hola, Francisco!
Durante el día caminaron, rieron, charlaron, corrieron y se zambulleron. Al atardecer, la madre lo vio entre las olas y lo llamó a gritos. Él buscó el llamado e intentó salir del mar, pero Laura, con ojos suplicantes le dijo:
-No te vayas, Francisco!…Él… asintió.
-No te vayas, Francisco!…, gritó su madre , al ver cómo el cuerpo de su hijo se hundía coronado por unas trenzas doradas.
JAIME ARTURO MARTÍNEZ SALGADO
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