En mi época de estudiante, tuve la suerte de conocer a César Leno, un lector ávido que sigue manteniendo la costumbre de no cambiar de escritor hasta no haber devorado el último de sus escritos, a no ser que le haya sido imposible hacerse con algún ejemplar. Con el tiempo, esa relación se ha hecho entrañable, entre otras cosas, por las extensas conversaciones que hemos disfrutado a lo largo de nuestra amistad, de las cuales siempre me he sentido el más beneficiado. Y una de las aficiones que aprendí de él, fue la lectura improvisada sobre piedra. Durante su infancia, César vivió frente a un cementerio, que era el único espacio verde a veinte manzanas a la redonda. Por tal motivo, sus recreos los pasó entre las tumbas. Sus primeras distracciones consistieron en contar cuántos Carlos o Fernandos habían enterrados ahí. Cuando se aburrió, tomó interés por las fechas (las repetidas, las que sumaban 9, las que coincidían con su nacimiento, etc.). Después, le dio por adivinar cuál sería el nombre del siguiente inquilino. Tras jugar una serie de ocurrencias, se inventó una forma de crear inagotables cuentos: cogía una palabra de cada lápida y formaba oraciones, que enlazaba con otras y otras, descubriendo cientos de historias que lo llevaron, posteriormente, a ser un amante de la literatura.
Rafael Valcárcel
Publicado en Agitadoras revista cultural 2
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