(A LOS NIÑOS DE ESE TIEMPO DE CAMINOS)
Antes de que el alba despuntara
entre aquel corro de pinos
y el final de los caminos,
antes de que el gallo despertara
y concluyera la alborada,
arreando a su destino
caminaba un niño uncido
entre dos bestias de carga.
Zapatos estrenados un domingo
del que apenas recordaba
cuando Dios resucitaba
si el invierno era benigno.
Rodillas de remiendo mal zurcido,
la camisa remangada
y si el cielo amenazaba
una manta por abrigo.
Ojos plenos de legañas,
el cabello un remolino
donde brota ese flequillo
que ocultaba su mirada.
Su nariz acostumbrada
al aroma del tomillo,
del romero y del peligro
de la aullante noche clara.
Cetro a veces y otra espada
templa a golpes de cuchillo
la rama de un olmo herido
mientras canta en voz velada:
“No temáis mi bella dama,
lo que empuño es el castigo
para quien busque su cobijo
en el bosque de mi amada.”
No hay corcel en esta marcha
solo escuchan Pardo y Pinto
las arengas del bendito
general de voz timbrada.
No hay soldados en la marcha,
vencedores ni vencidos,
solo el sol que ya diviso,
juez que imparte la alborada.
Gólgota de un héroe infante,
tierra de batalla y labor,
de siembra, trilla y sudor,
madre tierra, tierra madre.
Al calvario de su carne
¿por qué Dios le abandonó?
Ese Dios llamado Amor,
de alma ciega y voz distante.
Siete soles por semana
iluminan el semblante
de este regio navegante
de la tierra en calma.
Su ilusión siempre varada
a ese puerto de otros mares
donde sueña en oleajes
de bruñidas cumbres blancas.
Mar curtido en piel y sangre,
tierra santa que trabajas
y no entiende de palabras,
de conquistas ni parajes
más allá de este paisaje
cincelado con tu azada.
Tierra humilde castellana,
madre tierra, tierra madre,
tierra de secos ropajes,
de raíces en la nada
y de surcos como garras
que se agarran al infante
arañando los caudales
de sus ojos secos de miradas.
Ya retorna el niño uncido
de las tierras de labor,
ya desfila en procesión
el paso de un sol tardío
que olvidó darle cobijo
entre sombras de oración.
Quizás no oraste con fervor
y su fuego es tu martirio.
¿Quién merece este designio?
¿quién concede al inocente
la desidia de las gentes
y un futuro malherido?
¿Quién otorga paraísos?
¿Quién le da cuatro paredes
al hogar donde envejecen
los sueños del uncido?
Cuando crezcas, niño uncido,
seas bestia o seas hombre,
serás siempre lo que esconde
ese rostro maldecido.
Crecerás entre el olvido
de alimañas que conocen
el santo que dio tu nombre
y el linaje de tu apellido.
Y tú,
aquel niño perdido
que olvidaste ser chiquillo,
has dejado junto al trillo
la inocencia y el destino.
Y tú,
ese niño escarnecido
que olvidaste ser mocillo,
has dejado en el camino
el candor y la fortuna
de olvidarte de ser niño
y solamente ser el hijo
que jamás lloró en la cuna.
Gustavo González
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