Ahí estábamos los cinco amigos, sentados en círculo en la playa sobre unas piedras que acarreamos. De acuerdo a la cita pactada esa mañana en la escuela primaria, para contar cuentos de terror. Nunca nos imaginamos que esa noche no habría luna. Empezamos nuestros relatos hablando del diablo, describiéndolo como un ser espantoso que apesta a azufre. Todo su cuerpo es de color rojo, provisto de grandes cuernos y una larga cola, el cual se aparecía a la medianoche, y se metía a las casas en donde hubiera gente mala para llevársela como castigo al infierno. En donde sufrirían eternamente quemados por las llamas. Estábamos tan absortos con la plática que no nos dimos cuenta que el manto nocturno, como una red, nos tenía envueltos. Nuestros cuerpos estaban invisibles, escondidos a nuestros propios ojos, en la total oscuridad de la noche.
Comenzó a correr un aire frío del sur, el cual provocaba que las olas golpearan con fuerza haciendo grandes estruendos al romperse contra las orillas del lago, y las ramas de los árboles azotadas por la surada emitían un quejumbroso sonido. El viento al tocar nuestra piel nos daba escalofríos. Todos estábamos atemorizados, pero nadie quería decirlo. Yo, por mi parte, sabiendo que nadie me vería, con la mano busqué en mi cuello el escapulario que por un lado tiene a la vírgen del Carmen y por el otro al Sagrado Corazón de Jesús, y persignándome les di un fervoroso beso y musité lo más bajo posible el Padre Nuestro y el Ave María. Y recordé, que en la misa de mi Primera Comunión, el Padre dijo, que quien lo portara no sufriría las penas del Purgatorio. Y yo deseaba que también me protegiera hasta de las penas del Infierno, en caso de ser llevado por el Diablo. Momentos después, juntamos nuestras piedras para estar sentados más cerca. El sentir la proximidad de nuestros cuerpos nos hizo perder un poco del frío y del temor. Nuestros ojos poco a poco se iban acostumbrando a ver en esa densa oscuridad, apareciendo paulatinamente nuestras siluetas, como si fueran unas sombras vivientes, independientes de nuestros propios cuerpos, de nuestras propias vidas.
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado
No hay comentarios:
Publicar un comentario