Era hermosa la sonrisa con la que pidió su consumición al camarero de la barra. La seguí con la mirada y volvió a sonreír cuando saludó a sus amigos de mesa que ya llevaban un rato en el bar. Luego, no paró de reír. Gesticulaba, buscaba la complicidad y reía con una felicidad que se le subía al semblante y a los ojos. La observaba con disimulo y con ceño abstraído como si, al contemplarla, estuviera mirando al otro lado del infinito. Y el infinito entero se escondía en sus ojos donde brillaba en destellos la luz de su alegría. Pero, de repente, su gesto cambió, la luz de su mirada se apagó, con desespero se cubrió la cara con las manos. Busqué, esquivando los cuerpos que se interponían, descubrir la causa de aquel cambio. Fue en vano. Una amiga parecía consolarla abrazándola por los hombros. Luego se apartó las manos del rostro y éste había cambiado por completo. No la reconocía. Tenía una sombra de espanto en sus ojos y su piel se tintó de la negrura del sufrimiento. Seguí observándola atento. Ya no atendía al consuelo de sus amigos, su mirada se había fijado en un punto del espacio, apagada y vacía, y su aspecto envejeció de repente. Aunque llamaron al servicio de urgencias y a los pocos minutos se presentaron unos sanitarios con camilla y actitud de premura, parecía que ya nada se podía hacer por ella. La retiraron y se la llevaron en la ambulancia. El local recobró de nuevo el murmullo, el camarero se apresuró a servir las bebidas, los amigos siguieron charlando y uno de ellos se adelantó a pedir otra ronda.
Isidoro Irroca
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