-¿Un café?
-Sí, gracias,contesté sorprendido ante una interrogante poco esperada.
Era Marta, la joven vecina del segundo, por delante de cuya puerta pasaba todos los
días cuando me iba en busca de trabajo.
-¿Ha tenido suerte?
-¿Suerte?
-Sí, ¿ya ha encontrado trabajo?
No salía de mi asombro. ¿Cómo sabía aquella flacucha que yo buscaba trabajo desde
hacía casi un año?
-No se inquiete, en este barrio todo se sabe. ¿Un poco más de café?
Tomé una cucharita de azúcar y la añadí a la taza de café que tan amablemente se
me ofrecía.
-Elvira, la señora de la tienda de comestibles, se entera de todo y nos lo comunica;
ya sabe lo que nos gusta a las mujeres estar al corriente de las cosas del lugar.
De repente me vi transportado a la vida de una joven que apenas conocía a pesar de
ser vecinos y pasar todos los días por delante de su puerta.
Marta vivía en el segundo piso, puerta izquierda, con su padre, al cual había cuidado
toda su vida.
-Soy abogada. Cuando mi padre sufrió el accidente, dejé el bufete y me dediqué a
cuidarlo. Mi madre, ya largo tiempo ausente. Lo enterramos el mes pasado, -añadió
contundente con voz triste-.
-¡Ah, no sabía...! Le acompaño en su dolor, contesté de forma automática, pensando
cómo era posible que estuviera hablando y tomando café, de forma tan familiar, con
alguien que me era tan poco conocido.
Le di las gracias y me subí a mi apartamento, que justo quedaba encima del suyo,
con la ventaja de tener una terraza, que, aun no siendo muy grande, le daba gran valor a
mi piso.
De seguir sin encontrar trabajo, me vería abocado a venderlo e irme a otro piso más
pequeño, pero me daba pena, pues era la herencia de mis padres, que tanto lucharon por
tener una vivienda propia. Lo había heredado hacía unos años, cuando ellos se fueron a
vivir al pueblo, y ahora me veía ante la doliente necesidad de venderlo para poder seguir
comiendo. Iba pensando todo aquello, sin quitarme de la cabeza el inesperado encuentro
con mi amable vecina.
A partir de aquella fecha, esta inesperada y espontánea amiga me esperaba cada día
a la vuelta de mis interminables colas en el INEM, con una taza de café y un poco de
charla. Mientras hablábamos en la salita de la entrada, yo observaba al fondo la puerta de
la habitación grande que había ocupado su padre durante tantos años.
- ¿Sabes, Miguel?, me dijo un día-. Tengo solución a tu problema. No vendas el piso,
eso sería un disparate ahora, con la crisis del ladrillo te pagarían cuatro perras. Tengo unos
amigos que se pirran por los pisos con terraza. Te lo alquilarían encantados, y seguro que
te pagarían bien. Además queda cerca del trabajo de ella, que tiene que llevar los niños al
colegio.
-¡Claro! ¿Y adónde me voy a vivir?
-A ti te importaría ocupar la habitación de un difunto?
-¡¿Cómo?!.
-No te asustes Miguel. La habitación de mi padre es muy espaciosa y tiene un
hermoso balcón. Alquilas el piso; con mucho menos de la mitad cubres una parte de los
gastos de esta casa, pues apenas te cobro por esa habitación. Estoy tan acostumbrada a
verla ocupada, que ahora me llena de espanto cada vez que paso por el pasillo y la veo
vacía -repuso con voz melancólica y con la mirada ausente.
-¡Vamos, que podrías vivir con la mitad del alquiler de tu piso!
Salí, si no corriendo, sí bastante asustado y tan confuso que no sabía qué pensar. Una
proposición de esta índole resulta, cuanto menos, inaudita e inesperada.
Tres días después, llamé a la puerta de Marta.
Salomé Moltó (Alicante)
Publicado en la revista Aldaba 25
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