El pequeño Aki miraba hacia el horizonte con tristeza. Una extensa franja de tierra se extendía ante sus ojos sin ningún tipo de árbol. Sus antepasados habían sido indios, y la tribu permaneció muchos años a orillas del río Paragüay. Disfrutaban en comunidad de la Naturaleza y vivían felices, antes
que al hombre le diera por talar los árboles de la selva y destrozar la vida de sus animales.
El bosque era mágico, y los indios conocían bien las plantas medicinales y todos los recursos que la selva ofrecía. Se alimentaban de la pesca, las plantas, los árboles más nutritivos. Sólo cazaban algún animal para subsistir cuando no tenían más remedio. Eran tiempos en que el puma y el jaguar corrían a sus anchas por la selva, libres como los pájaros. Pero ahora todo era distinto. Había venido el hombre de otros lugares y la selva entre Bolivia y Paragüay estaba siendo arrasada. Los indios desplazados, como la familia de Aki, vivieron en ese tiempo en míseros hogares, pero lo peor sucedió cuando la selva fue poco a poco vallada para hacer campos de cultivo.
Aki añoraba la libertad de sus antepasados. No era lo mismo jugar hoy al balón con sus amigos, en las calles del poblado, que adentrarse en el bosque.
El pequeño mundo de insectos y animales era más interesante. Y como Aki había comenzado a ir a la escuela quería aprender pronto a escribir. En cuanto supiera juntar bien las letras iba a mandar una carta.
Así que cuando pudo hacerlo, como era muy atrevido, con ayuda de su maestra envió una carta a un alto mandatario de las Naciones Unidas. Dentro de esta carta pedía que repoblaran la selva con nuevos árboles. Pero pasó el tiempo sin que Aki recibiera ninguna respuesta y aquello le tenía muy triste.
¿Para qué habría aprendido a escribir si nadie iba hacerle caso?
Mas un día, después de varios años, cuando Aki casi se había olvidado de la carta, llegaron dos hombres a la puerta de su casa preguntando por él.
-Venimos a buscarte para que plantes un árbol como símbolo de los lugares que para ti y los tuyos fueron sagrados –le dijeron.
Aki muy contento fue en su compañía a plantar el árbol allí donde la selva, en su imaginación, aún le llamaba. Dentro de su corazón daba gracias a la Madre Tierra mientras lo iba plantando. Y aquel árbol creció muy deprisa, sano y robusto.
Desde entonces los descendientes de aquellos indios se reúnen en ese lugar y reverencian al Árbol de Aki.
Soledad Cavero -España-
Publicado en la revista Oriflama 24
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