Recién al morir por primer vez
me sentí realmente vivo,
libre de culpa y de casi todos los cargos;
preso de una extraña
sensación de desapego;
acólito me lancé sin suerte
a la caza de todos mis fantasmas,
hasta entregarme rendido
a mi propio destino,
primo segundo de la desdicha
hermano de sangre del desamparo;
que amenaza con contar todo
aquello que hace años ya no digo.
Tres décadas de indómitos deseos
de lágrimas que se lloran por la espalda
de cicatrices que nacen en la yemas de los dedos
y mueren en la orilla más cercana del alma.
Tres décadas de sueños rotos,
de vivir con miedo a despertar
vacío de deseos,
con nudos en la garganta
que amanecen en el cuello,
haciendo físico este dolor que hoy siento.
Leandro Murciego
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