EL REGRESO
Por Juan Cervera Sanchis -México-
Nunca lo olvidaré. Fue la peor semana de mi vida. Ella, al llegar yo cada tarde, me estaba esperando para otorgarme sus mejores caricias.
Era tan dulce y suave. Jamás me contradecía. Parecía adivinar cuanto yo deseaba. Sin darme tiempo a que me pusiera la pijama, ya me tenía a la mano una taza de humeante café y una copa de brandy.
Sí, sí, Laura era única y yo la amaba con toda mi vida. Era el hombre más feliz del mundo a su lado.
Lo inexplicaba, sin embargo, aquella tarde me estranguló el corazón. Al llegar a la casa, Laura no estaba esperándome, como ya era una dichosa costumbre, sin haberme dado una explicación previa.
Me sentí confundido y acongojado.
¿Dónde podría haber ido sin avisarme por anticipado? Ella me tenía al tanto de todo lo que hacía e iba a hacer.
Entre nosotros no había, eso creía yo, el más mínimo secreto.
Caminé de un lado a otro, cada vez más nervioso, por la sala de la casa, y busqué por todas partes algún indicio que pudiera darme una pista de su ausencia.
Pasaron los minutos. Pasaron las horas. La noche se hizo interminable para mí. Llamé a los amigos. Notificamos su extravío a la policía. Amaneció.
Sentí que me volvía completamente loco. Imaginé lo peor de lo peor. Violación. Asesinato. Muerte. Me derrumbé. Lloré desesperado.
Y así transcurrió una semana.
¡Cómo pude resistir tanto y tanto dolor! Una angustia infinita se apoderó de mí.
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Por fin alguien se compadeció de mi tragedia. Supe la verdad. Fue aún más terrible que todas las atrocidades que yo había imaginado.
-¡No, no era posible!, gritaba para mí. ¿Por qué? ¿Por qué?
La portera del edificio, que nos hacía también la limpieza de nuestro departamento, con su sabiduría propia de los nativos de Oaxaca, se atrevió a decirme en un arranque de sinceridad:
-Señor, Raimundo, recuerde usted que el cornudo es el último que se entera.
Llevaba razón la portera, pero me dieron ganas de patearla. Me contuve y de nuevo a solas me volví a preguntar:
-¿Por qué? ¿Por qué? Ella parecía tan feliz a mi lado. ¡Qué misteriosas son las mujeres¡ ¡Qué incomprensibles! Tal pareciera que ni ellas mismas se entienden. Verdaderamente yo hubiera jurado que ella me amaba tanto como yo a ella. Descubrir que no era así... Cuanto mejor hubiera sido lo que imaginé, hallar su cadáver no me hubiera dolido tanto.
La verdad es la verdad y no tiene vuelta de hoja. Laura estaba viva. Quién sabe dónde. Pero estaba viva y entregando su cálido y bello cuerpo al vulgar ayudante de la carnicería del barrio, quien obviamente también había desaparecido.
Traté de olvidar la canallada que me había hecho e intenté rehacer mi vida, lo que no fue fácil después de aquella cruel semana con sus negras noches y con sus no menos negros días.
Me dolía por sobre todo que me hubiera abandonado por un don nadie. Incomprensible,
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Transcurrió un año. Yo seguía viviendo solo. Me sentía por completo nulificado para establecer una relación con otra mujer.
En el fondo de mi corazón seguía amando a Laura y añorándola.
Todo el tiempo, enfermizamente, me la pasaba pensando en ella. Casi todas las noches la soñaba.
Una tarde, al retornar a la casa, hastiado y cansado, ella, sorpresa de sorpresas, como si nada hubiera sucedido, como si el tiempo no hubiera pasado, esta allí, esperándome.
En la mesa humeaba una taza de café junto a una copa de brandy.
-Amor mío –me dijo. Y añadió:
He descubierto que no puedo vivir sin ti.
¿Cinismo o sinceridad? Yo estaba anonadado. No podía creerlo.
En mi cabeza se entrecruzaban los pensamientos más antagónicos, por un lado quería estrangularla con mis propias manos, por el otro...
Sinceramente estaba confundido.
-¿Qué clase de mujer era Laura? ¿Estaba acaso loca? Su osadía traspasaba todos los límites conocidos.
Sentí su fiera y bella proximidad. No fui capaz de rechazarla. Su abrasadora vibración de hembra seguía ejerciendo sobre mí un hipnótico poder cósmico, algo que iba más allá de mi humana resistencia.
Laura susurró a mi oído:
-Te juro, Raimundo, que tú eres el único hombre al que yo puedo amar. Antes no lo sabía, pero ahora sí lo sé y ya jamás nunca lo volveré a poner en duda.
Yo estaba atónico. No sabía bien a bien qué responderle, qué hacer o qué no hacer, máxime cuando ella, según saltaba a la vista, traía dentro de sí la huella, bien crecida, de su ausencia.
Sentí que aquella redondez de su vientre la hacía aún más atractiva.
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Sí, sí, no supe qué hacer. Tampoco supe qué decir. De hecho sigo sin saber qué hacer y, a estas alturas de mi feliz vida familiar, soy padre de un niño de cinco años y de una niña de dos y, en mitad de mis dudas, sí creo estar seguro de algo en relación con la procedencia con mi precioso hijo, aunque en relación con el origen de mi bella y tierna hija no sabría qué decir, que puede que sea, al fin de cuentas, lo mejor, ya que estoy convencido que la felicidad no es posible sino va unida a la ignorancia total.
Lo importante pues para mí es que Laura regresó y, aunque pueda parecer mentira, la verdad es que, cada tarde, cuando yo llego a casa me espera con una taza de café humeante y una copa de brandy sobre la mesa y dispuesta a regalarme sus más dulces y suaves caricias..
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Hace 11 horas
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