Poesía y poetas.
Por Carlos Benítez Villodres. España
La poesía se halla hoy más que nunca sojuzgada por la mediocridad. El
poder político, el económico, el profesional, el lírico, el mediático... tienen
ninguneados, desdeñados, a muchos de los grandes poetas que nos
precedieron en la vida y a demasiados de nuestros excelentes poetas
coetáneos. “Ofende a la sensibilidad, a la inteligencia de los poetas, nos
expresa Jean Aristeguieta, la apatía, cuando no el olvido, de los incapaces de
apreciar el fondo de la belleza. La poesía, como todo cuanto es limpidez de
conciencia, está incomprendida en su calidad intrínseca.
La suprema aspiración del poeta, continúa manifestándonos
Aristeguieta, es palpar la verdad por medio de la hermosura sincera, cultivada
como talismán. Todo cuanto converge al ámbito de la preeminencia visible e
invisible se fragua en la poesía. Así la paz, el amor, la nobleza, la cultura...
tienen un sedimento poético indiscutible. Qué apartados aparecen de este
panorama los prevalecientes estallidos de malicia, murmuración, odio,
servilismo...
Cuando la poesía sorprende gratamente al lector, empapando su psique
de sentimientos nobles y fecundos y de emociones vivaces, reconfortantes y
nunca sentidas por el lector, podemos afirmar que, gracias a esa creación
lírica, recibimos, para fortuna nuestra, los mejores frutos de la intimidad del
autor. “La poesía, nos asevera Carmen Conde, es el sentimiento que le sobra
al corazón y te sale por la mano”.
Un poemario debe abrir nuevos caminos para nuestros pasos sobre
este mundo de todos y de nadie, por donde marchamos en busca de nuestra
razón de ser, de nuestra propia identidad, en definitiva, del secreto del hombre.
Sí, del hombre, de ese peregrino, como usted y como yo, cuyos latidos están
marcados a fuego por la vida pretérita y presente, por sus semejantes y por su
conciencia, desde que nace hasta que desaparece.
“El poeta que estuviera satisfecho, nos manifiesta Giovanni Papini, del
mundo en que vive, no sería poeta”. Libre y públicamente confieso que la
insatisfacción más extremosa palpita, desde mi niñez, en mi sangre, al sentir a
cada instante cómo sobrevivimos los humanos sobre este mundo plagado de
soberbia, ambición, indigencia, envidia, odio, desamor, guerras y más
guerras... La impotencia, el desánimo, el hastío... intentan a veces
encadenarme, como hombre y poeta, pero ante ellos me rebelo, desde la
superficie hasta los hondones más profundos de mi ser, manejando esa fuerza
luminosa que me protege y me ayuda a mejorarme a mí mismo y a este jardín
de hombres en manos de lo poderoso, de lo insensato, de lo superficial, de lo
arbitrario...
El poeta debe conjugar perfectamente, y con una sinceridad
estremecedora en extremo, la riqueza de su espíritu con la facultad de discurrir
su entendimiento. Combinación esta que, si tenemos la capacidad y la valentía
para conseguirla, nos servirá para plasmar, posteriormente, lo que sentimos,
expresado con un exquisito y exuberante lenguaje poético. De esta unión
íntima se genera la originalidad tan rotunda en las creaciones del poeta, de la
cual se vale él mismo para acrecentar su ya valiosa y profusa cosecha
intrínseca, siempre que se preocupe por sembrar y cultivar en los campos
feraces de su mundo interno los atributos y valores propios de su raza, el
compromiso con sus ideas y con sus coetáneos, los descubrimientos en la
relación camino-caminante, la razón de su poética, la luz inmaculada y
sostenida de la sabiduría que, gracias a su voluntad, ansia de superación y
tesón, en él penetra y se expande...
La poesía es para mí una necesidad vital de comunicación con mis
lectores y de hacerles partícipes, al mismo tiempo, de ese cosmos fascinante
formado por la percepción de la realidad a veces soleada y en otras ocasiones,
las más numerosas, oscura e inquietante, por la búsqueda continua del sentido
trascendental de nuestro peregrinaje por el camino de los tiempos, por las
vivencias y deseos, por las sensaciones y emotividades, por los pensamientos,
juicios y reflexiones...
Cualquier poeta sabe que esta correspondencia debe realizarla con un
lenguaje puro. El autor ha de cuidar con gran esmero que cada poema posea
un léxico poético sumamente fluido y caudaloso, una novísima belleza artística,
una solidez estructural y operativa en cada contexto lingüístico, una
conformación y diversidad rítmica, una flamante dimensión formal, una
luminosidad y profusión de imágenes, unos sorprendentes procedimientos
retóricos... Si actúa así el creador lírico, logrará conectar con el lector con una
viveza y con una exactitud encomiables.
“La poesía no quiere adeptos, quiere amantes”, nos expresa G. Lorca.
Un amante, un hombre que reflexiona sobre el paso efímero de la humanidad
por este mundo. Un hombre que es consciente de que la vida es para los seres
humanos amor o desamor, libertad o esclavitud, paz o guerra, lealtad o perfidia,
rebeldía o sumisión, posesión o indigencia... Un hombre que, en definitiva,
dona lo mejor de sí mismo para intentar clarificar hasta la transparencia las
turbias aguas que brotan de actitudes y acciones u omisiones de personas
degeneradas, inhumanas, para que los caminantes de hoy y de mañana vivan
dignamente en libertad, paz e igualdad, como es el deseo vehemente de
cualquier hombre bien nacido.
La falta de comunicación es una epidemia extendida por todo el planeta.
La cultura del diálogo está en fase de extinción. Cada día hablamos menos.
Cada día nos encerramos más y más dentro de un caparazón creado por
nosotros mismos. Una cubierta que nos aísla de los demás caminantes, del
entorno nuestro, del mundo cercano y lejano, al fin y al cabo, en donde vivimos.
Nuestras ideas, pensamientos, sentimientos, deseos... nacen en el nido de
nuestro yo y en él mueren porque los forjamos sin piernas y sin alas y, sobre
todo, sin ese afán de apertura y entrega para beneficio nuestro y de la
comunidad en donde nos hallamos inmersos. Hacemos de nuestra vida una
isla en medio del vasto océano. Nuestra palabra, la que sirve, está siempre en
su madriguera. Nuestra voz, lentamente, se oxida, se bloquea por esa carencia
de comunicación. Unido íntimamente a lo expresado cultivamos otra
negatividad para el hombre: el no saber o no querer escuchar. En definitiva, no
nos conocemos ni conocemos a aquellos que nos rodean porque nos falta de
raíz la conversación que profundiza, la interlocución que nos da vida de pulpa
sustanciosa.
El poeta es consciente de que sus creaciones han de ver la luz para
compartirla con sus semejantes, y que éstos la calen y la asuman como algo
propio. Ni el poeta ni el lector deben olvidar que “la poesía, según afirma el
moralista francés Joseph Joubert, no se puede encontrar en ninguna parte, a
no ser que la llevemos nosotros mismos”: el poeta y el lector. Quizá por eso
hay pocos poetas y lectores auténticos.
Publicado por la revista Oriflama
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