(Fragmento del artículo de1915 Mageño)
Yo iba en mi flocho camino arriba, por el que conduce de Ponce a Jayuya, y hacía un rato que platicaba con Mageño, el peón de mi casa que me acompañaba. Mageño era un negrito viejo que servía hacía tiempo en casa, y este Mageño hablaba poco y mal, porque apenas se le entendía, pero así y todo resultaba un agradable compañero.
Yo no sé qué temperamento predominaba en Mageño: si el poético o el filosófico, pero lo que sí sé decir es que no era un ente vulgar y que jamás aburría ni empalagaba como tantos hombres ilustres que he conocido. Yo le quería mucho, porque, en dándole unos centavos para hacer parada en cada ventorrillo del camino y echarse al coleto un buen trago, me dejaba entretener en lo que yo quisiera, y no se preocupaba de si llegábamos o no llegábamos al término del viaje. Esta blanda condición de Mageño no la apreciaba yo bastante todavía, porque aún no había tenido ocasión de pesar, comparar y juzgar a los hombres, pero ahora que me doy cuenta de que aquella su propensión a hacer más caso de mí, un simple muchacho que iba para el colegio, que de papá, su principal, quien le daba instrucciones precisas y severas concernientes al cuidado y vigilancia de mi persona, era cosa extraordinaria que le daba derecho a una honda admiración. Preferir someterse a los caprichos de un muchacho, antes que a los mandatos del señor padre del muchacho que le podía castigar y reventar, acusaba una personalidad tan firme, tan independiente y simpática, que estoy por decir que el primer grande hombre que me eché a la cara en este mundo fue aquel negrito viejo, medio poeta y medio filósofo, que servía en mi casa y solía acompañarme en mis viajes.
Mageño sentía profundamente la poesía de los ventorrillos, esos modestos y solitarios ventorrillos que se alzan en las orillas de nuestros caminos, y a cuyo mostrador, lleno de moscas, y de migajas de bacalao, y de olor a cebolla y a ron, es tan grato arrimarse cuando se va de viaje. Al tercero o cuarto ventorrillo que visitábamos, ya Mageño salía de su ensimismamiento habitual, y sus ojos despedían fulgores de inteligencia y de inspiración, y su paso perdía la rigidez pesada de una marcha monótona y larga de peón, para hacerse gracioso y oscilante como un vuelo de guaraguao herido.
Y al quinto y al séptimo ventorrillo, ya el tambaleo de Mageño era tan pintoresco como el de un barco en alta mar, y de sus ojos fosforescentes salía un chorro de luz de misterio. Y aunque yo no bebía con él, porque he sido siempre, por deficiencias de organización, inepto para los ritos excelsos de Baco; aunque yo no bebía con él, por mis nervios de artista incipiente corría una sensación tal de gozo, de bienestar y también respeto y devoción a la tambaleante figura del noble viejo ebrio, que, muchacho y todo como yo era, y por lo tanto bruto, me rebelaba a creer vituperable y fea la borrachera aquella, y sin saber por qué, me daba cuenta de que aquellos momentos de embriaguez de Mageño eran los más grandes y bellos momentos de su humilde y oscura existencia de bestia de carga.
Parientes a granel tenía yo que no bebían, ni rompían un plato, y de los cuales todo el mundo me decía bien; y, sin embargo, andando por aquellas soledosas breñas del camino de Jayuya a Ponce, yo me dije a mí mismo más de una vez, con espanto, que yo llevaba a Mageño borracho más adentro en mi sangre y mi corazón que a todos mis amantes y amados parientes. Mageño olía a ron, es verdad, y andaba sucio, haraposo y descalzo; pero también olía a verdad, a selva, a natualeza, a hombre. A hombre que todavía llevaba mal la albarda odiosa de la disciplina; a hombre en que todavía un sordo instinto salvador se revela a ser máquina.
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera
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