La tortuga levanta el cuello
de ojos saltones
y vive del cuento.
Con la excusa
del peso de su ego
lleva la casa a cuestas
y recorre
diez metros
en veinte segundos.
Se esconde en el quicio
de las tuberías
y agacha el cuerpo
cuando escucha
pasar un tren.
Su sonrisa parece
el pubis de un babuino
y cuando se le cae
de la chepa
una escama octogonal,
semeja el dueño de su tiempo.
La tortuga tiene
memoria de elefante,
la niebla es su frontera
y es como un duende
que roza la barriga metálica
contra las baldosas del patio.
A vece me reconozco en ella
y cuando recobro
la insignificancia,
intercambiamos
nuestros números de teléfono.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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