Todo se perdona menos la pobreza. Se lo repetía con un orgullo amargo como si, al decirlo, pudiese precipitar una solución o caer definitivamente bajo su sentencia. De nada valía seguir compadeciéndose. Ya pasó el tiempo del lamento y de la vergüenza. Cogió el cuchillo y se lo enredó bajo la falda. Salió con arresto, jurando que esa noche cenarían sus hijos. Se apostó en la esquina de la humillación y no tardaron en asaltarle otras mujeres con amenazas e insultos. Enseñó el cuchillo y los dientes. Hasta los chulos sintieron el escalofrío frente al desespero y su arrojo. Se apartaron todos y, a lo lejos, se aproximaba el primer cliente de la noche.
ISIDORO IRROCA
No hay comentarios:
Publicar un comentario