Mi enanito ya juega con carritos. Los rueda en las paredes, en el suelo, les da hacia atrás porque, la mayoría, tiene tracción y corre hacia adelante a una velocidad que le da risa. Dice “tete”, “mamá”. Palabras sueltas. Y siento dentro unas ganas inútiles de llorar cada vez que me señala y dice “papá”. Pá- pá, así, separado, con una explosión leve sobre la pe. Y quizás no tiene idea de qué diablos es un padre, o, como dice Jorgito, dice para su adentro que ese tipo al que llama papá no es más que el bobo que le limpia la caca, que lo lleva cargado a todas partes, el que le prepara la leche. Y yo prefiero creer que sabe. O que, por lo menos, me quiere. Si es que acaso supiera qué demonios es querer.
Mi niño juega y yo regreso a mi infancia lentamente, pero me vuelvo un hombre mientras el carro rueda porque tengo responsabilidades. Porque tengo que hacerlo. Porque quiero ser suyo, y que me cargue, y que me quiera, y que juegue conmigo a los carritos, o a construir con bloques de colores, o a hacer sonar un pomo como una maraca. Mi niño está creciendo. Se hace fuerte, es un héroe, una
gomita de dulce, una piel fina, unas manos, unos ojos que me llevan, una distracción, un parque, una distancia, un columpio, un cochecito, un riachuelo. Un niño, una cebolla, un velocípedo, una taza de leche con café. Mi niño, niño, mi niño suyo, está creciendo tanto. Y yo no puedo menos que mirarle y sentirme orgulloso, gigantesco. No puedo menos que cruzar las piernas en el suelo, hacer rodar algún carrito, y contener las ganas de llorar.
Jesús Jank Curbelo (Cuba)
Publicado en la revista Aldaba 31
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