Te derramas incesante
sin por qué, ni fuego
que pueda detener
tu lagrimear.
El cuenco de mis manos
no fue suficiente
para cultivar
tu quietud.
Agua, agüita del puquial
encendido en obtusas
pupilas y cántaros
quebradizos.
No sé qué daría para
con tu espejo volver
a acariciar leve
tu sonrisa.
Ahora, distante sólo el eco
del desbarrancarse
entre cascadas
me queda.
Acaso, algún día seré río
incontenible, furioso,
canoro y pregonaré recién
mi estirpe: Puka Yacu.
Orlando Ordóñez Santos
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