martes, 2 de junio de 2015

EL ACORDEONISTA CIEGO.


Sus ojos, colgados del infinito, hilvanaban cantos de sirena mientras las mariposas retozaban en el
estómago. Las manos, encallecidas y huesudas, barajaban las horas que el viejo acordeón sembraba de notas. El aire encendido de la tarde rifaba nubes de golondrinas en el iris de sus ojos taciturnos. Todas las arrugas de su alma se abrazaban en los vértices de la soledad, allí donde la realidad devora la fantasía.
Asido a la vida como la tierra al cielo, estiraba el cordón umbilical tantas veces cercenado. En la retina de sus ojos, saqueados por la noche, prendía fuego la esperanza.
“Daría media vida por verla”, se decía, recordando su piel de seda con olor a jazmín.
“Daría media vida por verla, aunque fuera un minuto, por descubrir el secreto de sus ojos, pintar paraísos en la palma de sus manos, escalar sus caderas, recorrer cada uno de sus rincones, enredarme entre su pelo, perderme entre sus brazos y derramar mis besos en cada una de sus cicatrices. Daría media vidarepetía mientras resucitaba la magia de su voz- por ser un apéndice de su cuerpo, un
suspiro, un pensamiento suyo.”
Han pasado veinte lunas. El corazón, embriagado, se derrama en una noche de antracita. La música suena bajo la lluvia. Dos manos, entrelazadas, cabalgan cuesta arriba.
El acordeonista sonríe mientras una lágrima se descuelga de sus ojos. Ya no sueña con ver a su princesa. La jorobadita le mira de reojo y, preñada de besos, roza con sus labios trémulos la mejilla ajada del artista.

Ana Cristina Pastrana Bembibre (León)
Publicado en la revista Aldaba 24

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