Sus pechos parecían calcetines con piedras,
estaban escurridos y resecos como las venas del dorso de la mano de un nonagenario.
Le llegaban al ombligo en el que reposaban junto a bolas de pelusa gris
como melenas de un afrojugador de básquet de los años sesenta,
pero yo la quería.
Yo amaba
sus surcos
las grietas
las hendiduras
las cicatrices de sus pómulos
los grumos de su cotidianidad.
Cada triunfo y cada derrota
eran canas navegando en un mar de máculas añosas.
Sus pasos eran la sombra del deterioro motriz
sus dedos como sarmientos el fulgor de la torpeza de la artrosis.
Una vida juntos
Una vida juntos.
Qué más se podía pedir.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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