sábado, 28 de marzo de 2015

¡ESTO VA POR EL CANO!


Cuando en ardiente tarde de aquel 30 de julio de 1977 Aldo Cabrera levantaba un vaso de ron a la altura de la boca, para brindar por la memoria de su entrañable amigo –y guitarrista principal de tantos fandangos en noches y domingos "porteños"–, desde la tarde gris al borde del portal del Bar Azul quizás estuviera presintiendo, en medio de la consternación, que con la desaparición física de Pedro Ojeda (El Cano) se cerrarían para siempre las puertas de las "peñas del tango", desde la prima vez que fueran abiertas, no se sabe cuántos años atrás.
 –¡Esto va por el Cano! –fue suya la única voz quebrando el silencio.
En tanto que el quemante ron le abrasaba la garganta, se dejaba escuchar por los altoparlantes en la azotea del Círculo Social el tan patético (y quizás por ello tan caro al grupo) "Adiós, muchachos", nada menos que en la voz del Morocho del Abasto, sincronizada la aguja del tocadiscos con el arribo del féretro, terso y negro, en que viajaba tendido el Cano, a tocar las cuatro esquinas -desde la boca por la que muerde la calle Cienfuegos a la Real-, traído en hombros de amigos y admiradores.
No se sabe cuántos años atrás (no existe memoria de ello), se habían abierto por primera vez, en el vetusto caserón de calle Nueva No. 17 (morada inveterada del Cano), las puertas a las peñas, cuya asiduidad y deleite fueron haciéndose proverbiales en esta tierra entrerriana que bañan  el Arimao y el Hanabanilla.
Al curioso que se internara en el interior del recinto, lo primero que habría de llamarle la atención era un grupo de pintorescas figuras: Aldo, engolando la gardeliana voz de una manera singular; el Cano –a pesar de su cojera–, enfrascado en posición precaria (con la pierna ilesa encaramada sobre una silla, y el cuerpo de la guitarra bajo el hombro) en el rasgueo más eficaz; Cheo, haciendo magnífico coro en los estribillos, junto con Pitín, Candela y otros; algo alejado, a discreción, espera Titico León su turno bonaerense; mientras que Pablo, muy joven aún, interviene tímido en algunas de las frases más rutilantes, que dejan escapar al viento desengaños y nostalgias, traiciones y quebrantos, entusiasmo y escepticismo, consejos de "buen amigo", sentimientos de amor filial y patrio.
Al centro, un viejo sombreo de paño, con la boca abierta a guisa de máquina tragamonedas, espera por las poninas para el ron y la cerveza con que acompañar el chilindrón o la ternerita asada que aún queda por saborear, para "las cenas argentinas" cerca de las nueve de la noche. Más allá, un largo y estrecho pasillo hacia la izquierda, con su tapia por la que trepa la "madreselva en flor" y se asoman hechizadas algunas amas de casa, y en cuya superficie revestida de limo centenario aparecen grabados, al parecer "a punta de facón", muchos nombres de romeros enamorados, algunos encerrados en corazones con el de la amada, heridos ambos por ingente flecha, y la consabida frase: "Percanta que me amuraste / en lo mejor de mi vida".
Así, una y otra vez, domingo tras domingo, y hasta algunas melancólicas tardes que se hacían noches. Aunque el "tango que me hiciste mal" era el ineludible plato favorito en cada sentada; aunque se vivía el mito de lo argentino en el habla y hasta en lo gestual extralingüístico –con el sombrero a lo Gardel, el cigarro colgando a medio ganchete y el lunfardo a flor de labio–, a la mesa órfica también era permitido acercar (y con ello se demostraba el grado de tolerancia democrática, respeto y buen gusto de aquella “santa cofradía”) otros tipos de músicas e interpretaciones: milongas, valses peruanos, merengues, joropos, mejicanadas, y hasta algún que otro bolero, son o guaracha de añadidura (como la tan popular “Chiva Pirulítica”, de Ñico Saquito, y que muchos
 cumanayagüenses creen de la autoría de Pedro El Cano), con lo cual se elevaba una efusiva cantata a la confraternidad cultural latinoamericana. Talmente parecía que el reloj de la felicidad hubiera detenido allí sus celosas e intranquilas manecillas...
Casi 20 años después, el 27 de junio de 1994, Aldo Elio Cabrera Cárdenas nos dio su adiós, muchachos definitivo en una fría sala del Hospital Provincial de Cienfuegos, con la mirada gardeliana puesta en su “bonaerense” Cumanayagua tan querido; exiliado voluntario en la cienfueguera calle O’Rouitiner; tocando a cada rato, por el aire húmedo que tanto baja del puerto, el corazón del Cano Ojeda y el de su adorada "muchachada"; rondándole la garganta, alondra que nunca enjauló, el más insospechado tango de la “vieja guardia”, entre el humo y los ruidos de “la gran ciudad”; con él desaparecía el último de los "grandes de la peña".
Cheo Martínez, como buscando una luz entre la sombra, viejo ya, achacoso, arrastrando unos pies -ayudados del bastón- por el recién reconstruido Prado, parecía esperar de un momento a otro se bajara de la guagua, en la acera del Bar París, la alta y sonriente silueta de Aldito, hasta que la muerte lo sorprendió hace poco tiempo con una sonrisa  de satisfacción en los labio. Titico León, memoria viva de la cultura popular cumanayagüense, ha rato que navega en la barca de Caronte. Candela, aún mostrando su recia fisonomía, y cual si se burlara de los años, parece que se aburre cada mañana sentado en el portal de la bodega El Indio, hasta que sus hijos lo mudan para Cienfuegos; pero si se le mira a los inquietos ojos, se nota que sueña, que sueña y espera, y como montado en la alfombra de lo ignoto parece que adivina "el parpadeo de las luces a lo lejos".
Porque los grandes y buenos momentos del pasado también gritan salvación; son como telas de araña o trozos de arcilla y polvo de oro pegados tenazmente a la conciencia de las edades... Porque la memoria colectiva de las peñas del tango de casa del Cano no la ha podido borrar ni “las nieves del tiempo” aferrada a la otrora negra cabellera de los años felices. Fueron ellas ejemplo proverbial de buen gusto, urbanidad y respeto a la persona. Fueron, además, auténtica expresión de amistad y regusto por la música latinoamericana y cubana servida en jícara pueblerina.

Orlando V. Pérez Cabrera -Cuba-
Compartido por Rolando Revagliatti

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