El señor que se desplaza por caminos de pueblo insignificante, perdido en mapas jamás actualizados, no es sino otro ser extraviado en el panal que involucra esta existencia.
Cada uno de nosotros recrudecemos sin saber por qué a medida de años. O tal vez lo sabemos, aunque nadie nos explica. Esta mezcolanza que significa la vida, nos remite a ser nada más que autómatas.
Sentados en una mesa de café, o en un bar de ciudad pequeña, muchos son los poetas y escritores que dialogan sobre este tema. Otros eluden la conversación y prefieren reír a carcajadas nadando en un gran vaso de vino. Entre una u otra escena, queda claro que el asunto se vuelve estéril a medida nos percatamos de la prosaica e insignificante capacidad frente al cosmos.
Conocí en el norte de Chile, a un hombre alto y delgado con facha misteriosa. Se dedicaba, entre otras cosas, a elucubrar escritos basados en pensamientos muy particulares. Me citó a su casa en un momento de juventud extrema en que las llamadas “búsquedas” son tan intensas y odiosas que, incluso, hacen levantar a altas horas de madrugada. Era la época en que me atrevía a fabricar contiendas entre alumno y profesores de física. Era la época, sin más ni menos, de la tontera absoluta.
Aquel hombre de la facha misteriosa hacía gárgaras de sapiencia en cuanto a temas sobre la creación del hombre. Su casa contribuía a aquel arcano, los colores de las cortinas, y hasta la música que salía desde algún recoveco. Si bien me interesaban respuestas concretas sin rodeos, las mismas que jamás pude obtener por parte de sacerdotes y filósofos, observaba que el delgado hombre me llevaba por el sendero de las imágenes después del Big Bang, pero no antes de este.
Mientras muchos jóvenes a la edad de 16 años se las ingeniaban para participar de fiestas, donde las más conspicuas muchachas exponían bellezas frescas, algunos doctores se ofuscaban recomendando mayor participación en lo mundano.
El norte de Chile con su inmensidad del desierto, y la misma inmensidad de cielo estrellado por las noches, a tres mil metros de altura, hacían que esas llamadas “búsquedas” se transformaran en cosas apasionantes y avasalladoras.
Zapahuira, es un ejemplo; aquel sitio enclavado en el altiplano chileno, a 3.500 metros sobre el nivel del océano, y que en aimara (zapa jawira) significa nada menos que “río solitario”, cercano a Putre, entregaba (entrega), en sus noches, una inmensidad de estrellas a punto de devorarte. Esta sensación de ser absorbido la percibí el año 1994, cuando caminé por la noche en una oscuridad de lobo, pero con todas las estrellas del universo sobre tu lomo. Se trataba del último eclipse solar del siglo 20. Había ido a reportear. Y en el sitio se encontraban todos los científicos del mundo, con todos los telescopios del mundo, con todas las carpas del mundo, esperando ese evento que al final llegaría el 2 de noviembre de 1994. Sin embargo, más que interesarme el eclipse, me había sometido el cielo estrellado y su silencio atronador. En otras palabras, pensé por vez primera, que no estaba solo. Y es probable haya sido la primera vez que me sentía acompañado. Pero junto a esta peculiaridad también me acompañaba un temor desconocido, o mejor dicho “un temor a lo desconocido”.
Entendí, finalmente, al paso de muchos años, que esas búsquedas odiosas de juventud, más las arrebatadas sapiencias del hombre misterioso, no eran más que chifladuras de un tiempo. Porque en el cielo estrellado de Zapahuiara había encontrado la respuesta. Una respuesta que estaba dispuesta a responder a otras respuestas, en las más de cien yardas de barro, pétreo, que nos corroe.
Carlos Amador Marchant
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