Era de madrugada, me desperté y, al abrir los ojos no la vi en la cama junto a mí. En silencio me paré, y la noté sollozando en un rincón de la sala. Sólo entonces, recordé haber reñido con ella la noche anterior. No quise acercármele, sería muy hipócrita de mi parte decirle que lo siento cuando realmente no es así. Me bañé y salí de la casa, diciéndole con voz muy queda -¡Me voy! Ella no reaccionó, di por asentado que me había escuchado.
Subí al auto, arranqué y me puse a dar vueltas, esperando la hora de entrada a la oficina. Pasé toda la mañana, compungido. Me costaba trabajo reconocer que era necio como muy pocos. Prendí la fuente de agua que me ayudaba a serenarme. Entre el movimiento del agua y su sonido sentí que mi tensión, cual ola que llega a la orilla se deshizo y calmó.
No esperé terminar mi turno y me dirigí de regreso a casa. Iba mentalmente confuso, no sabía que decirle a ella al momento de verla. Al sentirme cerca de casa aparqué el carro, y continúe el faltante caminando. A escasos metros por llegar sentí que se me partió el corazón, al verla postrada en el pórtico, en un deplorable estado emocional, escuché sus sollozos, me afligí, temí por ella, aceleré el paso. Sentí un gran remordimiento al tomarla en mis brazos. Nunca en la vida he soportado ver llorar o sufrir a ninguna mujer, y menos a ella a quien amo.
Apartando sus negros cabellos le descubrí la cara, viendo sus ojos anegados en llanto, y sus mejillas que temblaban en cada sollozo. No pude más, mis lágrimas saltaron con fuerza de mis ojos, y con sílabas entrecortadas le dije: -¡Perdóname… te amo!
La cargué en mis brazos, entramos al hogar. Su mirada entre lágrimas denotaba una gran tristeza, le hablé con dulzura, sequé sus lágrimas con mis besos y, sólo entonces, vi que esbozó una trémula sonrisa y sus ojos nuevamente empezaron a brillar…
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado
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