domingo, 1 de noviembre de 2015

LA OTRA REALIDAD


Las mismas calles. Siempre las mismas calles. Calles viejas, calles nuevas, calles solitarias, calles concurridas. Todas son las mismas. Desde hace varios años las frecuento con una monotonía tediosa. A primera hora de la mañana aparecen los primeros clientes en los bares, pequeños tugurios que desde temprano abren sus puertas a los desheredados, a los desarraigados que, con apenas unos pocos pesos en sus bolsillos, matan los días en estos antros de muerte, donde consumen una cerveza tras otra mientras las horas transcurren inclementes. El tiempo pasa y el alcohol se mezcla con su sangre; ahogan sus pesares internos, siquiera por unos pocos momentos, durante esas primeras horas de sol; compran sus sonrisas, sus carcajadas, a costa de maltratar su hígado, de precipitar su ocaso. Y quizá lo peor sea la pobreza de su espíritu demacrado, incapaz de salir de esa vorágine autodestructiva, de gozar sin esas drogas que alquilan una falsa alegría, sin inquietudes profundas.

Paso frente a ellos incapaz ya de maravillarme, de disfrutar de la luz de media tarde, de este olor a azahar, sin objetivos en la vida, sin nada por lo que luchar. A mi alrededor las paredes se comprimen; el cielo me oprime; me roba el aire y me asfixia. Tal vez algún día me atreva a volver a emigrar y probar nuevas tierras; quizá vuelva a huir, como he hecho tantas veces, en busca de otra oportunidad, cada vez más desesperanzado, con el peso de los años a mis espaldas, con una maleta cada vez más llena de fracasos y de frustraciones, de lágrimas y de pesares, de sombras y de tinieblas. Mi corazón se resquebraja por momentos; se rasga capa a capa, ceden los finos filamentos, y nubes grises descargan sobre mi alma atormentada. Sé que otra huida no solucionaría nada; que no sería más que un placebo, que por unos años mitigaría mis dolores, antes de escapar nuevamente, sin poder echar raíces.

Es entonces cuando pienso en esos desgraciados que nadan en sus mares de alcohol para salvarse de morir ahogados en su propio llanto, y me pregunto en qué me diferencio yo de ellos, pues acaso ellos sean más dichosos que yo; acaso esa máscara que les ciega la realidad sea su salvación, antes que las aflicciones que provoca la conciencia por tan miserable existencia. Quizá mi gran error sea vivir siempre en esta frontera indefinida, con un corazón demacrado por tanta tristeza, sin poder hallar una salida ni entregarme a esas bebidas para comprar siquiera unos minutos de alegría en esas tabernas donde otros disfrazan las angustias de sus vidas.

JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ

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