Cuando recién llegué a Tucumán en el 83, traía yo todavía costumbres sexuales porteñas. Recuerdo que conocí un chico de mi edad y me lo llevé a la pieza. El trato era clarísimo: yo era el puto y él me cobraba por hacerme el favor. Yo pagaba bien, porque tenía dinero y porque el tucumano estaba bien, es decir, era plata bien invertida. Hicimos uso durante media hora hasta las lágrimas. Después no tuvo apuro en irse. Miraba con curiosidad los libros y preguntaba, con admiración, si yo me los había leído a todos. Yo por impresionarlo le decía que sí. Me contó que estudiaba en la nocturna y que le estaban haciendo leer El casamiento del laucha. Después me miró con ojos muy intensos y me dijo: “Cómo te envidio, vos leés sin que te obliguen”. No sabiendo qué hacer, metí la mano en el bolsillo y le di el doble de lo que habíamos arreglado. Él agarró la plata y la puso arriba de la mesa de luz, como rechazándola; me tiró sobre la cama y volvimos a hacer el amor, pero ahora era distinto. Al amanecer él ya no estaba. Los billetes los metí en el cajón y todavía están ahí. Ya han perdido actualidad. Cada vez que por casualidad doy con ellos, me pongo a olerlos y se me cierran los ojos.
Lorenzo Verdasco -San Miguel de Tucumán-
Publicado en la revista Hoja de palabras
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