a Marcelo Luna
Ha llegado la carta de la mano negra,
la mano que le cuenta algunas cosas
a la mano perezosa,
mariposa esquiva que sobrevuela el teclado
o abandona el anotador justo cuando recién
se abre al mundo para ver qué es lo que dice.
La mano que le cuenta a la que no escribe
parece hostil, y por momentos, melancólica,
casi irreductible en su creencia de espumas
y aromas o algas desplazadas por alguna corriente marina
desconocida aún gracias a no sé qué dios
que insiste en que el mundo está hecho para ver;
en que las palabras son malas traductoras
porque las cosas sólo se escuchan, se sienten, y luego
queda el desorden de las líneas que la mano
olvidada de sus ganas de escuchar
comienza a decir, despacio y de a poco.
Y qué es lo que escucha cuando dice.
Dice escuchar: nuevas estaciones para la esperanz y
luminosas premoniciones: antiguos y criminales matarifes
apelando al derecho humanitario
o a su frágil vejez aquerenciada a cláusulas
dictadas desde la propia desidia
de sus alcantarillas atoradas por un odio consciente y racional;
siguen escuchando al decir: la carta de la negra mano ha ayudado;
estas manos abandonan su ostracismo, se tornan más inquietas,
vuelven a la sed, aplastan falsos testigos del desenlace impensado
o no querido hasta por los que aparentan ansiarlo;
intentan escuchar el avance lento e irrefrenable del rumor,
engendrado en la verdad,
esa palabra devaluada
la que en algunos inspira temor
porque sus manos no la escuchan y por ello mismo no dicen.
Así es que algunos acontecimientos recientes
incitan a estas manos a escuchar viejos y nuevos clamores,
a detenerse en el bramido del pampero voraz,
en el silencio transferido desde el ocio,
el mismo silencio que trae novedades todavía auspiciosas:
dictadores en desuso asustados y desprotegidos,
tiranos en actividad asediados por su propio rabo,
nervios alcohólicos con la memoria de punta,
distraídos convalescientes que apuran la redacción
de un salvoconducto médico y,
por sobre todo,
una civilidad en busca del cómodo giro en sus decires y maneras.
Pero de pronto las manos no dicen más.
Prefieren callar por un rato para mantenerse en la claridad del silencio: Está todo dicho.
Ahora cada quién disponga de sus vergüenzas,
de sus comentarios,
de sus miradas y cegueras de facto,
de sus credenciales de persona correcta o grata,
de sus preocupaciones por el dolor ajeno,
de su cobardía sostenida en tablas de infortunios,
de su crueldad
impaciencia
huella o método
y se soporte bajo la misma piel:
la soledad que refleja y reclama.
Conrado Yasenza
Publicado en la revista Molino Rojo y Fernet
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