viernes, 22 de febrero de 2013
APUNTES
Aquella mañana fría de octubre, me atraparon y me llevaron a aquél lugar frío y húmedo; la sala estaba cubierta de moho, de hongos y telas de araña. La luz era tenue, apagada y triste. Por una ventana entraba algo de luz, poca, pero lo suficiente como para iluminar algo el rostro.
No sabía muy bien qué hacía allí, como tampoco el porqué de aquél interrogatorio. Preguntas tras pregunta, aplastantes en su mayoría, y posteriormente expuestas en megafonías externas fuera del recinto, ―como para avergonzar a cualquiera―…
En el patio trasero del edificio, estaba sentado Francis Scott Fitzgerald, escribía y escribía concienzudamente sobre una mesa improvisada bajo un centenario naranjo, rodeado de rosales en flor. Aquella imagen perdurará en mí mientras viva, pues poco después descubrí que lo que escribía allí, en aquél momento era “El curioso caso de Benjamín Button”. Lo podía ver desde la gran ventana del salón donde me estaban interrogando… las preguntas iban desde la fecha del descubrimiento de América hasta cuánto eran dos por dos… mi cabeza me estallaría en cualquier momento… el interrogatorio buscaba aniquilar cualquier pensamiento transcendental, filosófico o creativo, ―más que un interrogatorio era una tortura―.
Recuerdo la tarde anterior, viajaba en el autobús dirección al centro, entre el norte y el sur de la ciudad. Una señora se acercó y preguntó por mi salud, al parecer ella me conocía bien, decía vivir en el apartamento superior al mío, curioso. A veces me suele pasar, explorando nuevas zonas de la ciudad para huir de lo cotidiano, pero aun así, siempre termino encontrando a alguien que me conoce, incluso que yo conozco, pero en esos casos suelo cambiar de ruta, o de autobús buscando otra dirección, para así entrar en mis reflexiones y pensamientos…
He descubierto que las navidades se acercan paulatinamente, las luces cuelgan de los edificios, resaltan en los escaparates en múltiples formas y colores llamando al consumismo. Recuerdo una conversación con una amiga en la que comentábamos lo que implica las navidades, comprar, comprar y más comprar… una batalla que había que ganar, ¡no comprar, no comprar, no comprar!. Verdaderamente difícil si todo el mundo vive en la tradición…comprar y regalar… de consumir todo aquello que luego no sirve para nada, que se guarda en el rincón del olvido… pocas cosas se quedan en el corazón.
Recordaba mi infancia, la ilusión que me hacía los regalos el día de reyes.
En mi época los juguetes eran construidos por algún familiar manitas. Recuerdo un año, en el que me regalaron un fuerte comanche hecho por mi tío el carpintero, era una replica de los que se vendían en las jugueterías, era tan perfecta la imitación que no me di cuenta hasta meses más tarde, cuando lo pude comparar con otro de un vecino, lo único original eran los muñequitos que imitaban a la familia bonanza, a parte, también recibí una bolsa de indios y otra de carruajes de plásticos, tan bien reproducidos, que para mi eran reales, muy reales…
En verano los llevaba conmigo a la casa de mis tías que vivían en un pequeño pueblecito de la zona de Huelva. Era una casa grande con soberao, con patio, ―incluso con gallinero―… el patio se dividía en dos, una parte donde existían arriates y la otra donde estaba el estercolero y el gallinero cubierto por una techumbre alta de vigas de madera y tejas, tan viejos que cuando llovía se mojaba todo, pero cumplía bien su misión de proteger las gallinas del extremo calor en verano, y de las frías noches de invierno. Mi parte favorita para jugar con mis indios y vaqueros era la zona de las plantas, allí imaginaba a ras de suelo un mundo en el lejano oeste, donde convivían mis personajes entre las plantas del arríate y la macetas… también a lo largo del día, desde la mañana, se preparaba un gran barreño de cinc con agua para el baño de la tarde, antes de salir a buscar a mis amigos… y jugar, con latas, con objetos
dispares que se convertían de pronto en aviones, animales, planetas, marcianos… todo lo que la imaginación daba, sobre todo después de el cine de verano los fines de semana. Dependiendo qué película, la imaginación se abría para toda la semana. Algunas veces, las películas, eran de miedo, otras de aventuras, otras tan malas que nos bloqueaban… pero casi siempre corrían ríos de posibilidades. —
Cuando volvía a mis juguetes en el patio, después del desayuno, pensaba que los había dejado en una posición y, cuando llegaba estaban de otra, eso me hacía sentir que estaban vivos, que tenían vida propia, que cuando yo me marchaba realizaban proezas percibidas solo por mí… rara vez venía algún amigo a jugar en el patio, siempre se prefería la libertad de jugar en la calle…
Me bajé del autobús al llegar al centro, para adentrarme en algún banco del parque, buscar un buen lugar donde sentarme y leer un buen libro.
El ambiente era festivo, los niños correteaban por todas partes, con patinetes, pelotas, juegos inventados por ellos mismos… corrían y corrían a mi alrededor como si yo fuese el centro del universo en aquellos momentos, pero sin rostro para ellos; era como un árbol para ellos, un obstáculo neutro al que se le podía dar vueltas sin necesidad de ser reconocible como humano, era tan solo un medio para sus juegos. Frente a mí, en otros bancos del paseo central del parque, estaban sentadas las madres, todas hiperactivas, preparando las meriendas, corriendo tras los críos, limpiándoles los mocos, mientras hablan nerviosamente entre ellas, ―un mundo en plena actividad―. El sol calentaba levemente el frío y húmedo suelo otoñal…
Un manto espeso de hojas cubría el suelo del parque, posiblemente era una visión única, ya que por el fondo del parque venían ya recogiéndolas, formando montañas y montañas de hojas. Una hora más y no las hubiera visto… nadie las miraba, nadie las observaba, nadie, al menos yo no notaba esa sensación de observación por los paseantes, los niños, madres y padres absortos en sus quehaceres, no se percataban de esta belleza… otros paseantes miran la prensa mientras caminan, otros miran obsesivamente al suelo, no parecen percibir el griterío infantil, ni la voces de madres y padres rescatando a sus hijos de algún juego que se elevaban a otros mundos…
Es curioso como la imaginación de un crío puede llegar a convertirse en mundos paralelos, solemos dejarles que viajen en el tiempo, espacio, dimensiones distintas a las que les rodea… supongo que aunque no sea lo más correcto, hay que sacarlos de esa dimensión de vez en cuando, es fácil como humanos y más como niños perderse en mundos paralelos… no sabría muy bien qué hacer… nunca me rescataron ni siquiera como adulto…
Me quedé en una sombra larga en la que las metas siempre se quedaban paradas por algún motivo, causa, o cambio de forma de vida. Mi vida siempre transcurría de una forma diferente cada año, aunque mis horizontes estaban siempre presentes en el camino, pero nunca realizables, nunca supe el verdadero motivo de mi existencia… caminaba, caminaba y caminaba, pero hacia horizontes dispares en los que aparecían diversas formas de entenderlo.
No me enseñaron como perseguir un único camino, un único sendero de paz y tranquilidad, de ausencia de dolor, ausencia de nostalgias, una única inquietud por sobrevivir en una vida donde todo se transformaba lentamente a mí alrededor. Permanecí quieto por demasiado tiempo, por demasiadas horas y días, meses y años, a la espera de algo que nunca llegaba, que nunca aparecía, porque realmente era yo quien debía salir a buscar aquello que me diera vida…
Esa vida la encontré en los libros, en las lecturas, en escribir… un día me di cuenta que a mi alrededor no había nadie, todos se fueron de mi lado… nadie quedó, ni siquiera las sombras, ni siquiera mis hijos, decidieron que yo era una persona muy aburrida, aislada, descontenta con todo… fuera de lugar, fuera de todo aquello que ya no pertenecía al presente. Que era lo que yo buscaba realmente, por supuesto salir de las sombras, salir de aquel laberinto de quietud que ya no iba con los nuevos tiempos, me quedé fuera de lugar… no podía seguir aislado de todo, debía salir, enrolarme con las masas que se movían a lugares donde los pastos florecían de mil formas, mil colores, y no aquí donde la vida se extinguía, desaparecía, y todo quedaba inerte, inexistente… donde la vida ya no tenía sentido…nunca supe emigrar… ¿Emigrar hacía donde? ¿Buscando qué?, tan solo quería salir de las sombras… aniquilar todo aquello que me dejara quieto, debía caminar, avanzar, pero ¿hacía donde?...
El camino es indiferente, como lo es el destino que creemos seguro…
Hoy sentado en este parque observo el manto de hojas de plataneros que cubren la alameda de Hércules, es impresionante, curiosamente tengo entre mis manos el cuento de Scott Fitzgerald, “El curioso caso de Benjamin Button” todo es cíclico, el interrogatorio, tortura me lo puntearon con un diez, después y ahora solo soy un observador más que intenta mirar con ojos a un nuevo mundo que se expande y abre las puertas a los sentidos…
Juan Manuel Álvarez Romero
Publicado en la revista LetrasTRL 54
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