martes, 30 de octubre de 2012
ESTOPA Y FUEGO
Por Juan Carlos Céspedes
Caminando por las callecitas de Cartagena, ahora llenas de basura por la insuficiencia de estos nuevos consorcios, me encontré con el doctor Meketrefe, famoso político de la ciudad, el cual muy apesadumbrado, me contaba sus últimas penurias —pensé que me soltaría toda una letanía por la pérdida de su investidura— pero no, su problema era conyugal. Como tengo fama inmerecida de saber escuchar a los demás, me preparé invocando al paciente Job, a atender el lloriqueo de mi amigo. Me contaba que su señora (nombre que me reservo para evitarles trabajo a los jueces de familia, que ya con el paro tienen suficiente) se había ido del hogar.
Sin dejarlo terminar, se me ocurrió que ya sabía el final de la historia, que todo era debido a sus largas estadías en la capital del país en su papel de congresista, y que ella se había cansado, pero nada, no era esto; falsa sabiduría, diría el filósofo Baba Alí. Me tragué mi vanidad mientras él continuaba su queja. Me explicó que todo comenzó cuando a ella se le dio por verse más joven, así que le pidió dinero para ingresar a un gimnasio deportivo, cosa a lo él que accedió gustoso. Al comienzo todo fue bien, después parece que ella se enamoró del fornido instructor. Fijé mi mirada en la barriga descomunal del doctor y en sus brazos flácidos imaginando el inventario comparativo de su esposa; desde lo físico nada había que hacer. Después de invitarme a un café, le dije que era normal que mujeres maduras (me guardé lo de desatendidas) pusieran sus ojos en jóvenes sementales todo músculo y hormonas afiebradas. Le recordé la vieja frase del filósofo Baba Alí: el hombre es fuego y la mujer estopa... ¿o es al revés? Lo cierto es que me juró que en su próxima campaña política iba a tratar de cerrar estos lugares donde no se iba a hacer ejercicios, sino a levantar pareja. Pensé que todavía hay gente vendiendo el sofá, y aunque el avestruz nunca oculta la cabeza, todo demuestra que el hombre sí busca cualquier arenal para esconderla. Además, sinceramente no creía que los cartageneros fueran a ser tan tontos de volver a elegirlo, después de los múltiples escándalos de corrupción de este padrastro de la patria. Mientras él hablaba de sus grandes contribuciones a su mujer —seguramente con el erario—, se me vino a la mente la posibilidad de que mis coterráneos no estuvieran maduros todavía para elegir antimeketrefes, que supieran poner a Cartagena donde se merece, o en caso contrario, tendríamos cien años más de oscuridad con políticos como el Último Demagogo.
De pronto sonó uno de sus tres celulares, se levantó con energía (como nunca lo hizo en las plenarias del Congreso) y se despidió con aires de gran personaje. Allí me dejó en el café sin esperar consejo ni pagar los tintos.
Publicado en el periódico digital La Urraka Cartagena
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