Los centinelas otean el mar que golpea incansable la orilla rocosa, cerca de la que unos treinta delfines se contorsionan, tratando de librarse de la red que los aprisiona. — Echen a andar ese dichoso aparato. Solo faltan siete minutos para el cambio de marea —dice el general que dirige la operación—. ¿Qué demonios los demora? — Todo listo, señor —riposta el operador en jefe, e introduce en la biocomputadora el código de inicio. En segundos, cientos de fosforescencias azules y rojas cubren la superficie del mar y su luminosidad va en aumento hasta que la piel de cada uno de los delfines comienza a resplandecer, como si se estuviesen convirtiendo en cristal. De pronto, las fosforescencias desaparecen, y la piel de los animales vuelve a la normalidad. — Proceso concluido, señor. — ¿Seguro? — Si, señor. A partir de ahora, cualquier mujer en edad fértil, con un octavo o más de ascendencia asiática, que se acerque a estos animales, quedará infectada con la forma latente del Okran Ceda. — ¿Y? El operador sonríe. — Lo demás depende de su gente, señor. Una vez que las repatríen, activaremos el virus, y toda mujer con esas mismas características, que se encuentre en un rango de veinte kilómetros, se contagiará. El general asiente satisfecho, y se vira hacia los demás miembros del equipo. — Al fin nuestros problemas con esos chinos quedarán resueltos —dice, y señala hacia las redes—, suelten rápido a esos bichos y larguémonos de aquí.
Yunieski Betancourt Dipotet ( Cuba )
Publicado en la revista digital Minatura 120
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