El ciclón violento azotaba las llanuras del este, mientras grandes terremotos y deslizamientos de tierra hundían el norte. Esa tarde la brisa llegó sin avisar. La temperatura estuvo caliente, por lo que nadie esperaba una tormenta tan puta siendo la noche señorita. Un viento asqueroso, soplado por el culo del mar, barrió los erectos cocoteros que tenían sus hojas de azul. Meteorología en su informe matutino no pronosticó vaguada ni posibles lluvias, así que algo extraño pasaba. Aunque eso no es raro en un país donde te dicen que va a llover y el sol pela de madre. El monitor del Centro de Operaciones y Emergencias parpadeó, dejando curvas enormes sobre la pantalla que registraba los terremotos. El operador se quedó de piedra. Miró el otro aparato donde las imágenes de lluvia inundaban el mapa. Veía las evidencias y las negaba. Algo así no era posible. Se acababa el mundo sin premoniciones. Por la ventana echó un vistazo a la bandera del parqueo que se sacudía la diarrea norteña. Los canales de la radio chillaban el exceso de información de los socorristas. Sobre el brazo izquierdo del operador el número 54 se oscureció con el parpadeo de la luz. Se estremeció al pensar que el techo le caería encima. Que diferente de lo que decían era el juicio final. Tomó la flota y marcó a su superior. Comando, esto está de pinga… Quince minutos después la estación parecía una sala de emergencias. A esa misma hora, al otro lado del Caribe. El Presidente detrás del despacho levantó el teléfono. Estoy viendo las noticias ¿Cuánto le debo? Cuarenta millones de dólares. ¿En qué tiempo acabará con ellos? Veinticuatro horas y serán recuerdos. ¡Hurra! Eso es tecnología…matar y ser inocente. El clac del teléfono se confundió con la voz que leía la noticia.
Rodolfo Báez (República Dominicana)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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