I
Cuando en el día--hojas, aire, sonido, movimiento--
algo crispa su belfo ceniciento.
Cuando en el saludo, en el regocijo de una simple llamada,
el perfume de un remoto suplicio,
algo modelado por una ambigua terquedad,
se refleja en el dibujo de nuestro labio
comunicándonos una piedad desconocida.
Cuando hemos acabado de herir
y empezamos a herir
y aspiramos--tal vez intactos--a
seguir hincando nuestro filo
en la epidermis de nuestra antigua dicha
obscurecida por el temblor de la batalla.
Cuando el sudor nos embellece con sus finas medallas.
Cuando la faena es menor que la sed
y el hambre apenas otra lanza con que llegamos al instinto.
Cuando la ciudad se repliega y deduce
y cada lámpara es un clamor meditado en secreto.
Cuando el amor —¿hablamos del amor con tan ligero
[albedrío?—
es tacto, nombre de varón y mujer,
espesa almíbar
donde sumerge un viscoso animal sus narices de oro.
Entonces, oh, sí, entonces,
hemos borrado el diezmo y la primicia
como la letra y el número demasiado fácil
o como el ataúd no acabado de cancelar
impidiéndonos un cómodo reposo más allá del alguacil y el
[sacerdote
y la mujer que nos llamaba perro
mientras suplicábamos por un poco de gomina
para sosegar el martirio de nuestras guedejas de diez y
[siete años.
II
Tal vez, tal vez, decimos,
algo de todo esto pudo haber sido la justificación.
Pero nosotros respondemos por el engaño.
Nuestra inocencia es asunto demasiado caro.
Pagamos con un poco de estupor
el corcel, la primavera, el mediodía,
nuestra firma en un documento público.
Oh, Dios mío, Dios mío, te suplicamos,
como el trazo de un barrio donde tenemos el lecho y el pan
buscamos tu dirección entre las hojas.
¿Pero qué, el rictus de tu pupila es suficiente?
¿Puedes, acaso, cubrir esta lujosa desdicha,
este abandono suculento,
esta nevada obscuridad,
con el pendón de tus despojos?
¿Basta que nos habite tu ausencia para que hayamos
[rebasado el lindero?
Hijo, hijo, me ha dicho tantas veces el retórico
la faena está a punto de cuajar,
tu desfallecimiento tiene algo de arribo.
(Pero siento que mi llegada ha roto el equilibrio,
que mi ojo es mucho más hambriento que mis vísceras,
que un ascua, para la cual no hay agua,
me devora la frente).
El mundo es una camisa demasiado grande.
Demasiado de todo esto
de verdura, de soledad, de arena, de ángel.
Caemos, sí, caemos,
hacia adentro caemos.
Sin caridad hacia nosotros contribuimos a la destrucción.
Con alegría nos destruimos.
Mirad, entonces, la derrota de nuestros elementos:
nuestra sal derramada en la yerba,
nuestro apetito en el rocío,
nuestro plumaje, aquello que aletea en nuestra sangre,
sin vuelo ya, sin hombre, diluido entre las piedras.
Lo sabemos —he aquí, ¡por fin!, nuestra victoria
[rencorosa—
es hondo y lo sabemos:
con cal y mugre y lágrima y suspiro
no podremos nunca construir el cielo.
Nos evaporamos
y el cielo se evapora con nosotros.
¿Pero, saciarás acaso nuestro furor
con el mendrugo de tu dulzura?
HÉCTOR ROJAS HERAZO (1921-2002) Colombia
Publicado en la revista La Urraka 30
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