miércoles, 25 de abril de 2012

LA VISITA DEL SEÑOR HOOLL HONTER

El gato lo miró con sus grandes ojos ambarinos, y como si el Tío Marlon fuera otro gato que viniera a disputarle la presa, gruño sordamente, se terminó de engullir lo que quedaba de la rata, y saltó como una sombra elástica sobre las bolsas de la basura.


— ¡Chipe! — Hizo el Tío Marlon, lanzando una patadita furtiva en el aire, y abrazando con dificultad el mamotreto de papeles que llevaba en los brazos.

Con el dedo que le quedaba libre, oprimió la alarma de su casa, y segundos después vio el rostro distorsionado de su esposa a través del ojo de buey de la puerta.

—¡Muy buen comienzo para una semana dura! — Protestó.

Tiró el cúmulo de papeles sobre el sofá, y en una actitud que parecía habitual en él, se aflojó la corbata, que presionaba un poco bajo la papada prominente, y buscó para su cuello, tenso y colorado como el pescuezo de un gallo de pelea, la brisa fresca del ventilador. Debía de ser la hora de más calor, porque sólo se escuchaba el rumor del mar estrellándose contra los espolones de rocas, y el ruido de las motocicletas que pasaban a gran velocidad por la avenida de la playa.


Su mujer levantó las uñas en el aire, y comprobó con orgullo que estaban perfectas y primorosas. Guardó la lima, las pinzas y la acetona, y pasó su mano ávida por encima de las presillas del pantalón de su esposo, que dio un pequeño respingo cuando se sintió oprimido en el bajo vientre.

— ¡Ahh!

— ¡Disculpa! —se excusó el Tío Marlon, que dormitaba un poco con el rostro inclinado.

A tientas se ajustó los lentes de contacto, y toda su fisonomía terminó por adquirir un aire de desamparo; de abuelito tierno y rechoncho. Los labios de la mujer empezaron una trayectoria accidentada, desde unos pezones protuberantes hasta las presillas del pantalón donde una mano sujetaba como garra. Acariciaba cada centímetro de piel como si el cuerpo flácido del Tío Marlon fuera un jamón gigante que empezaran a desenterrar los chacales. Bastó entonces un palmo de razón para que la mujer se diera cuenta de que su esposo eras insensible a sus caricias, y que por debajo del pantalón algo se desplomó con el vahído fofo de un globo gigante al desinflarse. La mujer hizo un gesto de histeria con los puños, se recogió el cabello en un moño abundante, y miró por la ventana: El sol caía como plomo sobre el concreto de la calle, y las mansiones de enfrente, de techos bajos, buhardillas, verjas de hierro y praderas verdes estaban cerradas, salvo la farmacia del señor Hooll Honter, con su aviso luminoso sobre una fachada de columnas y pretiles de baldosas. Bastaba con oprimir el botón de la alarma, para que el dueño apareciera como salido de la página de un libro; sosteniéndose sobre su pierna buena y sus cejas negras y pobladas.

El Tío Marlon consultó la hora en su reloj, y lucía de nuevo impecable, rejuvenecido por la brisa de mar que entraba por las ventanas, y por la fragancia de la colonia que se aplicaba a palmadas en los brazos y la parte posterior del cuello.

— ¿Cariño? — Dijo en tono amistoso, y pasó derecho al espejo, donde empezó la tortuosa tarea de abrirse el camino en mitad del cráneo. Se revolvió el cabello hacia los lados, y empezó, con la destreza de un cirujano, a abrirse un viejo sendero de cuero cabelludo blanco entre mechones de pelo negro. Miró desprevenidamente por el espejo, y vio a su esposa como a través de una atmósfera enrarecida por el alcohol y el humo de los cigarrillos, y advirtió que trataba sus uñas con la misma actitud despiadada de un cerrajero forzando una cerradura. Apremiado un poco por la circunstancia, que sólo hasta entonces parecía advertir, arrojó el paño con que se secó las manos con un gesto de desencanto, y se arrebujó contra el cuerpo de su mujer:

 ¡Arre, burrito! — Le dijo con cariño, hurgándole las falsas costillas, y mordisqueándole suavemente el lóbulo de la oreja. La mujer mantenía el mentón rígido, y sólo cuando se colocó de frente, advirtió que su esposa tenía los ojos serenos y la misma expresión de nostalgia en su mirada de la noche de invierno en que la conoció en medio de la multitud que esperaba el vuelo a Ámsterdam.

Escritor Luis Atencia Aguilar -Colombia-
Publicado en la revista La Urraka









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