Permanecemos sentados,
unos al lado de los otros
o de aquí para allá en la mañana
y,
a veces
conversamos.
Fuera,
el tiempo transcurre con gritos mudos.
Alguien,
quizás,
mira las olas del río Anas
sentado en un banco.
Otro observa
los saltitos de las palomas,
sus zureos y carreras por la plaza de España.
Otro mas,
a lo lejos,
asoma su cuerpo al puente de piedra
y con mirada soñadora
otea turbios socavones abajo.
Los pájaros blancos como nieve en lontananza,
y continúa su marcha.
Los patos supervivientes,
entre las cañas
chapotean buscando el pan que ya no conocen.
Los coches golpetean la costumbre de la mañana
con sus bocinas.
La gente no sabe donde huir
y se escabulle cada vez más aprisa
hasta el después de las tareas
entre las aceras y las obras.
Simples mortales
interrumpen sus bríos
al llegar a casa,
asombrados de que ya
ha pasado la mañana.
Pasa la mañana
y nosotros entre cliente y cliente,
derrochamos el sol del mediodía,
los desparramados arrullos
de las palomas de la plaza,
el oscilar del límpido río,
la tos de un niño,
el canturreo de un paseante,
la inercia de dos turistas
que pasean y observan inseguros.
Otros aventureros no se atreven a preguntar
con su mapa desplegado,
un bar que se va desprendiendo del olor
a tostada y café,
con su transitar de sillas
y de platos y tazas y clientes ufanos.
Más tarde,
un colegio
derrama la jauría habitual de niños,
de ruidos y carteras
de carreras y miradas
que buscan y encuentran
y ven
una vez más,
a sus madres,
que tropiezan con su perfecto orden cotidiano.
Se acerca nuestra hora de salir
y hablamos
de espaguetis a la carbonara,
arroz,
lentejas,
tal vez una tortilla de patatas
de tres huevos
y de postre,
manzanas, plátanos y peras
o un yogur desnatado a punto de caducar.
Y sin saberlo,
hacia las tres de la soleada tarde,
marcharemos,
huyendo de la oficina,
y nos convertiremos por fín,
en personas.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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